CULTURA

La muerte de un héroe inolvidable

El pueblo de Salta recuerda con cálida emoción al General Martín Miguel de Güemes

Homenaje a Güemes - Fuente Salta 4400

SALTA (Ricardo Martínez Castro) – El día 7 de junio de 1821 transitaba su acecho, incansablemente. Todo simulaba una quietud tensa, como a las que acostumbraba la inquietante situación de la frontera norte. La guerra contra el español lamía las entrañas de una Salta que, bajo la conducción de su jefe indiscutido, parecía morigerarse ante su convocatoria. El gauchaje, convertido en contundente ariete, se tranquilizaba ante sus decisiones, y ciegamente seguía en forma inclaudicable a su jefe.  Nadie sospechaba que, bajo los rayos tibios de un sol de junio, se gestaba una de las más aberrantes traiciones, de las que la Salta de aquél entonces tuviera memoria. Ciertamente eran días difíciles, de gran convulsión y peligro; la camándula de los partidarios de Fernando VII, de la mano del General Olañeta, había destacado al Coronel Valdés, al mando de una partida destinada a asesinar a nuestro paladín. La noche siempre misteriosa y cómplice, se había tendido sin piedad sobre la ciudad. Luces mortecinas alumbraban espectralmente los frentes de las casas, y acaso ocasionalmente la figura de algún descuidado transeúnte o el parsimonioso andar de algún perro vagabundo. La noche estaba muy fría y la casa de doña Magdalena Güemes de Tejada, abrigaba sin saberlo, la tensa espera de los caballos de Martín, su hermano, y algunos de sus compañeros que, seguramente planificaban o despachaban cartas, oficios u órdenes para los días subsiguientes.

La cabeza afiebrada de Olañeta, tampoco descansaba. Había desprendido del grueso de su ejército, una partida de 800 hombres al mando del engañoso coronel Valdés, que se deslizaba con gran sigilo por un paso a sólo quince minutos de ciudad. Olañeta para despistar, marcha con el grueso de su ejército hacia Oruro, con la intención de que, una vez cumplido el objetivo, pudiera volver apresuradamente sobre la marcha y completar la ocupación.

Aquella noche fría de junio, había prendido de su techo una luna amarillenta y triste. Las estrellas velaban un silencio cargado de presagios, cuando desde una oquedad distante, se escuchó una voz autoritaria que pretendía detener a uno de los amigos del General que cruzaba fortuitamente la calle. Se escuchó como regresando de un submundo de terror, el grito de “¡quién vive!”, a lo que éste respondió con un grito de orgullo: “¡la patria!”. Habló entonces la voz ardiente de la fusilería. Los caballos del general y sus acompañantes estaban listos, piafando ante la inminencia de la refriega. Eran también valientes compañeros de sus amos. Montaron de prisa para dirigirse hacia la plaza, y a un nuevo grito de “¡quién vive!” entonces se escuchó la consabida respuesta “¡la Patria!”. La noche se pobló entonces del humo acre y los silbidos agoreros de las descargas. El Jefe trató de retirarse para ganar la campaña, pero una nueva partida que le seguía desde atrás, con renovadas descargas, alcanzó la espalda del héroe. Herido de muerte, fue trasladado por sus gauchos hasta el campamento del Chamical. Los gauchos velaban su lecho con lágrimas contenidas, mientras los cielos argentinos comenzaban a oscurecer. Fue el Jefe, el padre y el maestro de sus paisanos, que palpitaban, quizá en una modorra inconsciente, un lento oscurecer del pabellón de la patria. Era quizá, como si se estuviera cumpliendo una vieja leyenda árabe donde las flores del huerto languidecieron de pronto ante la desaparición de la virginal jardinera que las plantara. Pero ¡oh! sorpresa, en esta ocasión, todas las energías que había puesto en los ideales y en la lucha, estallaron en una sinfonía viril, que sus seguidores supieron elevar hasta la más alta expresión del laurel. Güemes no podía morir y, sin saberlo, sus seguidores acaso analfabetos, presintieron la ausencia de la muerte y la contundencia de una ascensión. Seguramente, en esa noche aciaga, tañían a los lejos campanas invisibles, aplaudiendo bajo un imaginario arco de triunfo, el paso de una Vida. Su espíritu aún vaga por estas tierras americanas, lo mismo que vaga el incienso en los templos de Cristo, y su luz siguió presidiendo las altas palpitaciones del pensamiento nacional.

Alguien dijo que la ausencia del cuerpo no es la ausencia del ser: Güemes no se desvanecía en la oscuridad de la que no se vuelve, sino que su vida de luchas daba la impresión de ser una luna en menguante, donde todas las fases eran el principio de una nueva floración, en las batallas de las ideas. 

De esta forma culminaba la corta y singular carrera de este paladín que supo atraer amores y odios de sus seguidores y de sus enemigos. Ellos fueron siempre los enemigos de la patria, ya sea en su terruño, como también en otras provincias argentinas. En Córdoba, y replicando en Buenos Aires, se cubría de injurias el sudario de Güemes, diciendo en La Caceta de Buenos Aires el 19 de julio de 1821: “Murió el abominable Güemes, al huir de la sorpresa, que le hicieron los enemigos, con el favor de los Comandantes Zerda, Zabala y Benítez, quienes se pasaron al enemigo. Tenemos ya un cacique menos…”.    

Pero la posteridad ha hecho justicia a nuestro héroe, para lo cual se exhumaron documentos probatorios de su accionar. Sin él no hubiera podido configurarse la Argentina de hoy, como tampoco hubiera podido cumplirse el plan estratégico pergeñado por San Martín y Belgrano.

El doctor Vicente Fidel López dice: “…en 1816, Güemes había salvado a la América del Sur, detenido a la España en las últimas barreras que le quedaban por vencer. Cuando ya todo lo había avasallado, desde Panamá hasta Chiloé, desde Venezuela hasta Tarija, Güemes, solo, era el que había contenido el empuje aterrador de esas victorias, defendiendo con sus heroicos salteños, el nido donde estaban formándose las águilas, que muy pronto iban a alzar vuelo con San Martín”.

El General Paz dice en sus memorias que “bajo el mando de Güemes, la heroica provincia de Salta, fue un baluarte incontrastable de la República toda. Esos gauchos con pequeñísima disciplina, resistieron aguerridamente a los heroicos ejércitos españoles. Pezuela, Serna, Canterac, Ramíez, Valdés, Olañeta, y otros afamados generales españoles, intentaron vanamente sojuzgarlos. Si Güemes cometió grandes errores, sus enemigos domésticos, nos fuerzan a correr un velo sobre ellos, para no ver sino al campeón de nuestra independencia y al mártir de la patria”.

El 17 de junio de 1821, la familia argentina, y el país todo, se vestía con las prendas negras de la desgracia. Nuestro héroe había sido ungido por decisión popular como gobernador de la provincia de Salta, en mérito a su siempre ascendente carisma sobre las masas. Ejercitó su cargo hasta su misma muerte, recorriendo un camino sembrado de espinas, traiciones y espanto. Fue un soldado de la emancipación, consustanciado con la libertad de su suelo de toda dominación extranjera, y no solamente un guardián de la frontera norte. Tenía solamente 36 años cuando la bala asesina segó su vida que tanto bien hubiera podido hacer a su patria. No pudo concretar su reunión con San Martín para precipitar la caída española. Güemes moría en Salta y Bernardino Rivadavia procedía a archivar los pedidos angustiosos para equipar al Ejército Auxiliar al Perú.

Dice Bernardo Frías citado por Caro Figueroa: “El 14 de noviembre de 1822 bajo el gobierno del doctor José Ignacio de Gorriti se celebran las honras fúnebres para depositar sus restos en la Iglesia Catedral.

“Dice Bernardo Frías: Acudieron a la fúnebre ceremonia, escuadrones de gauchos de todos los puntos circunvecinos de la ciudad … Todos éstos y el Magistrado, vestidos de gran parada, iban a caballo, seguidos de una gran porción de gente del pueblo y de los alrededores, que querían honrar las cenizas del general, de la manera más expresiva. Se encaminaron al Chamical en busca de los restos de Güemes. Llegados al punto-prosigue-dieron la vuelta a la ciudad conduciendo a pulso el ataúd, cubierto con el traje, la espada, y demás insignias del glorioso difunto… Era por cierto conmovedor contemplar a aquellos hombres, algunos a pie, otros a caballo, seguir la marcha, descubiertos, con el sombrero en la mano. Se traslucía visiblemente en su semblante la penosa impresión que les atormentaba el espíritu”.

“Una vez que llegaron a las cercanías de la ciudad, la grandiosidad del sentimiento público tocó los últimos extremos, dando lugar a la escena más tierna y conmovedora…Cuando se aprestó a sus ojos la cabeza de la columna y dieron en ella con la caja que encerraba los restos de quién tanto habían amado, la impresión rompió los diques de la compostura, y aquella multitud entró a la ciudad llorando a gritos”.

Bernardo Frías describe que una comitiva partió de la ciudad, encabezada por Gorriti, uniformado y seguido de una escolta y un Estado Mayor de ilustres oficiales. Dice textualmente Frías:

(…) el caballo de batalla del General Güemes…tirado por la brida. Delante del ataúd, y abriendo la marcha, entraron los dos hijos de Güemes, Martín y Luís, de seis años el primero y de cuatro el segundo, vestidos de uniforme militar, y que se habían incorporado a la columna a su arribo a la ciudad”.

A todo esto, según el mismo Frías, Doña Magdalena en menos de dos años había perdido a tres de sus hijos. Gabriel había sido fusilado en Cuzco, como cómplice, don Martín caído en batalla, y Benjamín, víctima de las discordias civiles.

“Concluida que fueron las exequias, entre las once y doce del día, se abrió en el suelo-como era entonces la costumbre- la sepultura delante del altar mayor… Nadie quedó en su casa, nos referían los ancianos, sin asistir aquel día a los funerales de Güemes. Hasta algunos de sus más enconados enemigos lo hicieron, refiere Frías, pero movidos por el temor de que la masa del pueblo, profundamente conmovida, y más que ella, la tropa de gauchos reunidas y ya armadas y presentes en la ciudad, sintieran el terrible deseo de la venganza, contra aquellos a quienes inculpaban de la muerte del idolatrado caudillo”.

Dice Frías, asimismo, que temían la represalia, tal como aconteció en la noche en que las casas de los hombres del partido de la Patria Nueva, eran requisadas por la muchedumbre. La prensa de Buenos Aires volvió a ridiculizar a Güemes en esa ocasión y no respetó siquiera su memoria, cuando supo del acto piadoso y reparador del traslado de sus restos, llamándole “el Sancarrón Güemes”.

“Otro era el sentimiento del pueblo que desde los más distantes rincones de las regiones donde había este caudillo levantado las conciencias de los campesinos, e infundido el sentimiento de su valor, como genuino defensor de la patria que nacía. “Pueblos enteros, que, de largas distancias, habían venido para tributar al grande hombre, “su ofrenda de lágrimas y plegarias”, dirá alguien- Bernardo Frías- Historia de Güemes, Tomo V-página 270 y siguientes   

El gobernador provisorio impuesto por los miembros de la Patria Nueva. Saturnino Saravia, el día que Güemes se posesiona nuevamente de la conducción de la provincia, aquel 31 de mayo, huye a Tucumán y el mismo día en que Güemes, moría don Mariano José Ulloa, en una Junta popular, se expresaba con los más infamantes epítetos sobre el cuerpo aún caliente del valiente general, proponiendo a Olañeta como gobernador y en propiedad por cinco años. La medida se llevó a cabo. Los cabildantes anteriores habían huido a San Miguel de Tucumán , de modo que se procedió a nombrar nuevos, y la nominación recayó en Tomás de Archondo, Santiago Saravia, Baltasar Usandivaras, Vicente Toledo Pimentel , Juan Nadal, Juan Antonio Alvarado, Manuel José de Echazú, Gaspar José de Solá, Eusebio Mollinedo, Raimundo Hereña, Andrés Mangudo y el Judas (sic) de los cinco mil pesos, Manuel Benítez que los había cobrado por guiar a Valdés, con el cargo de Síndico procurador general de la ciudad. Estos nombres son citados por el Ing. Guillermo Solá en su libro “Güemes, El Gran Bastión de la Patria”. La situación de Salta luego de la desaparición del general, fue también ampliamente descripta por la licenciada Marta de la Cuesta en su trabajo La Situación de Salta, luego de la muerte de Güemes” y citada asimismo en el libro del Ingeniero Solá.

El 4 de agosto se reunió el nuevo cabildo y encargó al Dr. Facundo de Zuviría la redacción de una constitución, que naturalmente fue aprobada días después. Se firmó entre ambas partes un armisticio, con una duración de cuatro meses, donde se establecía la suspensión de las hostilidades y el límite sur del cual los realistas no debían pasar, La Quiaca.

Muchos fueron los disturbios que sucedieron después de la muerte del general. La Patria Nueva, después de un corto tiempo de indecisión, provocó la reacción de los miembros de la Patria Vieja, que se indignaron por la pasividad ante la agresión externa.

San Martín amenazaba el poder español en Lima, de manera que Olañeta, debió nombrar un nuevo gobernador sustituto, y partir hacia el Alto Perú, no sin antes conseguir una prolongación de la tregua, de manera que le permitiera marchar con tranquilidad a consolidar las posiciones del Norte. San Martín se apresuró a manifestarse en contra del indigno armisticio de Salta, pues las fuerzas realistas, reforzadas con las de Ramírez de Orozco y Olañeta, podían prolongar indefinidamente la guerra.

Los ánimos se calmaron cuando fue nombrado Gobernador el Dr. José Ignacio de Gorriti, cuyo cargo se transformó en un tembladeral, tratando de mediar entre ambos bandos en pugna.  Los disturbios llegaron también a Jujuy, pues la Patria Vieja, depuso al Gobernador Dávila, colocando a Bartolomé de la Corte. Pronto Gorriti envió a Juan Manuel Quiroz a poner orden.

Un testimonio importante sobre el General lo da uno de sus más fieles soldados, como fuera don Zacarías Antonio Yanzi, que luego de servir hasta  último momento se traslada a vivir en San Juan, donde fijó su residencia y fundara su familia. San Juan fue asimismo su última morada.

Don Zacarías Yanzi había nacido en Salta en el año 1800, siendo sus padres D. José Antonio Yanzi y Da Mauricia Orozco de tradicionales familias norteñas. Contaba apenas con 14 años de edad, cuando sintió el llamado de la patria, para enrolarse en el ejército de debía defender la independencia en el Norte. Sirvió primero a las órdenes del General Belgrano, y cuando éste resignara su cargo de Comandante en Jefe, pasó a desempeñarse al servicio del General Güemes, es decir en el mismo vórtice del teatro de operaciones militares. Con Belgrano pasó de ser soldado distinguido a Subteniente y con el segundo pasó de inmediato a recibir los despachos de Teniente graduado del 4º Escuadrón de sus milicias. Don Zacarías Yanzi como dijimos anteriormente, acompañó hasta su muerte a su Jefe, acaecida por otra parte en sus propios brazos, habiéndolo rescatado herido al recibir el tiro por la espalda.

Dice el historiador sanjuanino D. César Guerrero: “Yanzi y un soldado apoyaron cuidadosamente el cuerpo del jefe salteño en el suelo, y el teniente trata de enjugar con pañuelos la sangre de la herida. Estaban rodeados por las huestes invasoras, por lo que no podían salir a buscar auxilios médicos. Por eso Yanzi que había tomado el mando de los valientes que lo acompañaban y mandara en busca de un médico, ordena: “No hay que dejar la selva”; pues era el único resguardo que le quedaba en tan difíciles circunstancias”.

Güemes era un ídolo en desgracia: las pocas palabras que brotaban de sus labios exangües, carecían del sonido vibrante de otros momentos; era como si no sonaran fuera de él, sino desde adentro, desde sus cavernas interiores, de entre los tumultos de la sangre que se le escapaba irremediablemente. Había cumplido 36 años, pero el cuerpo podía dar cabida a muchos más y, recostado bajo el frondoso guayacán, recordaba casi con ansias contenidas, las banales enfermedades del pasado. ¡Cuánto hubiera dado para que ése recuerdo de antiguas visitas, pudiera ser cambiado por esta muerte que no podía vencer! Había transitado por ella tantas veces, que la trataba casi como si fuera una antigua conocida, a la que podía abandonar, como si fuera una amante impresentable. Alternaba las disposiciones para después de su partida, mientras, empecinadamente volvían los recuerdos de sus más íntimos amores, Carmencita y sus hijos Martín y Luís, que se introducían con puntualidad entre los resquicios de sus mandas. Entraba en una extraña somnolencia, donde confluían los horizontes violetas de sus campos, la ondulación multicolor de las vacas y los caballos galopando el cielo de los potreros o quizá, la indiferencia de las tardes siempre iguales en la selva del Chamical. Los lazos que había entretejido con sus hombres de campo, eran tan felices, tan robustos y tan espontáneos, que le seguirían impertérritos a través de los siglos.

Güemes veía impotente acercarse su silencio, como si fuera una tempestad, que dejaba escapar desde algún rincón de su cuerpo, algún jadeo de sufrimiento, mezclado con repentinos eclipses de su atención.  Se alejaban sin poderlos detener, los estropicios de la pelea, enlazados con los plumajes de la pólvora. Seguramente el general debió sentir el corazón liviano de la adolescencia, tratando de atrapar en el aire el sabor dulce de la memoria, junto a Carmencita, y ese también lejano sabor de los días que se pierden para siempre. Diez días tardó en morir, y cuando las mordeduras inclementes de su afección le daban algún descanso, volvía en la profundidad de su cuerpo, a ese mar sereno de su primera infancia, al olor de las flores de doña Magdalena, y a la vida en común con su mujer; evitaba así el cadáver de los dolores, desandando los territorios del olvido, donde las cosas no tienen nombre y los amores no van a ninguna parte.  

Desaparecido Güemes del escenario de la guerra, Yanzi se dirigió a Orán, donde fue tomado prisionero por los españoles y conducido a las cárceles de Potosí. Llegó a gobernar la provincia de San Juan durante un corto período. Retirado de la función pública, volcó sus recuerdos junto a su general, en unos “Apuntes Históricos, acerca de la vida militar del General Güemes”. Tenía el autor en aquellos momentos ochenta y un años, y el folleto de treinta páginas, fue editado por la imprenta de La Nación. Su publicación data del año 1883. Naturalmente que debió ser escrito mucho antes, y en él se describen hermosas páginas de hechos conmovedores, donde actuaron juntos.

Transcribiremos a continuación, algunos de los párrafos: … “ El General Güemes-dice- cuyo valor y habilidad se habían hecho notorios en la jornada de Suipacha, donde al servicio del General Balcarce y al frente de sus tarijeños y salteños, no sólo contuvo, sino que rechazó las fuerzas españolas acuchillándolas, sobre ambas riberas del famoso río , no hesitó en presentarse nuevamente al servicio de las armas, y fue en consecuencia nombrado Jefe de la División de Vanguardia, compuesta de seiscientos hombres escogidos de las tres armas; y después de conferenciar con Rondeau, acerca del mejor modo de realizar una sorpresa sobre la vanguardia enemiga, se lanzó a los campos de Yavi, punto en que aquella acampaba”. 

En otro tramo de su trabajo apunta: “La presencia del General Belgrano en Tucumán, después del contraste de Sipe-Sipe, sirvió para demostrar lo estrecho de las circunstancias que aquejaban al país en general, y apelóse él como la entidad de preferencia para amalgamar el malestar de los ánimos, y retornar la confianza ya casi a punto de perderse por completo. Pero se lo colocaba al frente de un Ejército desmoralizado, y en las condiciones de un enfermo, a quién se le facilita médico en los momentos en que agoniza”.

Cuando llega a la sublevación de Arequito exclama: “¡Arequito, ¿al oído de qué argentino no ha llegado con horror el nombre de aquél pasaje? Allí figuran como los más pérfidos aventureros de la Patria. Heredia, Ibarra, y Bustos; el peor de los Judas que supo corromper a los soldados para encastillarse con ellos, dentro de los lóbregos paredones de los conventos de Córdoba”.

Al comentar los momentos de la emboscada Don Zacarías refiere: “ Sin calcular el General que las fuerzas enemigas, pudieran haberse dividido en dos columnas, a efecto de tomarlo entre dos fuegos, dio la espalda a la calle de la cual se había hecho la descarga, acompañado de la tropa y oficiales que pudieron montar a caballo; pero apenas llegado a la otra bocacalle, en cuya dirección avanzaba, cuando una nueva descarga, doblando nuestra tropa, produjo la más completa dispersión, viniendo una bala de los fuegos que continuaban, a herir por la espalda al General”.

Refiere el historiador César A. Guerrero al calificar Yanzi la actuación de su Jefe como gobernante: “ Se le ha acusado de codicioso e imprudente en la aplicación de las contribuciones, con las que molestaba a veces al pueblo; pero muy pocos de sus censores son los que han traído a cuenta, que la guerra no se hace sin dinero, y que aquél hombre, jamás dirigió a su bolsillo, lo que solicitara a nombre de la patria, para pertrechar los ejércitos de voluntarios que lo siguieron con voluntad durante sus campañas.

“Nadie como Güemes, tuvo ocasiones tan aparentes, para servir sus ambiciones, y pocos hubieran resistido como él, a las tentaciones que se le presentaban.

“En una de las épocas más calamitosas para las armas de la patria, el General Olañeta fue comisionado para que tentara el medio de entenderse con Güemes, proponiéndole a nombre de Fernando VII, ser reconocido en su calidad de General al Servicio del Rey, con el rango además de Gobernador permanente de la Provincia, y el obsequio de dos mil pesos, al tiempo de aceptar la dicha propuesta.

“Güemes rechazó con dignidad el ofrecimiento, y prefirió quedarse con su espada de patriota y su nombre honrado.

“La actitud de Güemes, colocado al pie de las montañas del Alto Perú, resistiendo con imponderable constancia, día a día y palmo a palmo, el avance de los ejércitos españoles, no es cosa que pudiera efectuarse con sólo la decisión del héroe y la constancia de un redentor; se necesitaba a más la luz del genio y la inquebarantabilidad, que para arribar a sus fines necesitaban los predestinados”.

Es notable la modestia de este hombre que ocupó las más altas dignidades dentro de la guerra como de la política, al no mencionar sus hechos heroicos junto al General. 

GÜEMES Y LOS DESCONTENTOS CON SU GOBIERNO

La guerra de por sí cruel, se hace en todos los casos con recursos económicos. La Intendencia de Salta, abandonada a sus propios medios, hizo que nuestro héroe máximo, aplicara contribuciones forzosas dentro de la jurisdicción a su cargo, es decir las provincias de Salta y Jujuy. Naturalmente que esto en un principio fuera tolerado por las clases más pudientes, de modo que muchos de los que fueran sus amigos y hasta consejeros, le abandonaran y gestaran un movimiento en su contra, mientras se encontraba enfrentando el conflicto sur, con el gobernador de Tucumán Bernabé Aráoz. Todo parecía a pedir de boca por los conjurados, que eran nada menos que los mismos miembros del Cabildo. Formaron un partido que pasó a llamarse de la Patria Nueva, que propugnaba una Constitución para la Intendencia de Salta. Naturalmente que el momento no era propicio, ya que se enfrentaba el terrible peligro de las invasiones españolas por el Norte, y a la inflexibilidad de los tucumanos por el Sur. El Cabildo de Salta, luego de la suerte adversa de la batalla librada entre las huestes de Güemes y Aráoz en el Rincón de Mancopa   contaba con la adhesión y la ayuda del Gobernador tucumano. También contaban con haber convencido a los gauchos, que Güemes había traicionado la causa de la patria, para alimentar intereses espurios y personales en la disputa del frente sur. Nada más descabellado que ambas acusaciones. Por un lado, estaba demostrada sobradamente la honestidad del General en la consecución de sus ideales y por el otro sus adversarios no tuvieron en cuenta que, para el gauchaje, la figura prócer de don Martín Miguel, era una viva emoción.

Dentro del grupo de la Patria Nueva, circulaban figuras importantes de la acción y del pensamiento, entre los que nombraremos al Dr. Pedro Antonio Arias Velásquez, el Dr. Facundo de Zuviría, don Ángel Mariano Zerda, Saturnino Saravia, don Dámaso Uriburu y otros no menos importantes. Esta Revolución que dio en llamarse la Revolución del Comercio, ya que a ella se adhirieron los más conspicuos comerciantes salteños, y hasta de las provincias del sur, ya que la guerra impedía la libre circulación de mercaderías entre Buenos Aires, la intendencia de Salta, hasta Lima pasando por el Alto Perú, se efectivizó el 24 de mayo de 1821, un día antes del onomástico de la independencia.

El Gobernador delegado era a la sazón don José Ignacio de Gorriti, amigo personal de Güemes, que vio pasar la subversión, sin poder hacer nada en contrario, ya que el mismo núcleo de la disidencia estaba dentro del Cabildo, Institución ésta, que le había concedido el poder. Se limitó solamente a recomendar su desistimiento.

Todo parecía estar de lado de los conjurados, ya que luego de la suerte adversa en el campo de batalla de nuestro prócer local, esperaban la ayuda de su vencedor, don Bernabé Aráoz, que no llegó a concretarse. Gorriti rechazó su nombramiento para reemplazar a Güemes, y según los datos consignados por don Luís Oscar Colmenares, el doctor Facundo de Zuviría citaría años más tarde sus palabras:

“Sin orden, sin unión, sin sacrificio no alcanzaremos a salvarnos. Hasta ahora no hemos conseguido concluir con la revolución que nos emancipe del yugo de España…El primer desastre que va a producir el cambio de gobierno que se proyecta, dado el estado y las circunstancias presentes, va a ser el desbordamiento impetuoso de las masas, adheridas como se hallan a Güemes, de todo corazón, y prevenidas contra la clase decente, de todo corazón también…Convénzanse, señores, que sólo Güemes es capaz de mantener en orden estas cosas. Güemes es en mi parecer indispensable, por ahora; es una necesidad social en el gobierno, mientras dure la guerra contra los españoles”.

Citado por el mismo historiador, los conjurados que no se arredraron labraron un acta de la cual reproducimos unos pocos párrafos:

“En esta ciudad de Salta, a 24 de mayo de 1821, se ha presentado el suceso más expectable, que formará época en los fastos de la revolución. Por los enlaces consiguientes a esta, había gobernado el espacio de seis años, D.- Martín Güemes, contra el torrente de la voluntad del pueblo, que gemía en su propio silencio los incalculables males que ha sufrido… Esta acta traía una serie de puntos entre los que merecen destacarse:

1º A la primera (sic) reducida a cortar la injusta guerra, con la heroica provincia de Tucumán, su apreciable hermana, que tan injustamente se sostenía por los caprichos de un hombre solo, empeñado en derramar y hacer correr, arroyos de sangre, se sancionó por su fin y por el establecimiento de una paz eterna a una lucha tan injusta como escandalosa.

2º-Sobre la deposición de don Martín Güemes, de la silla del gobierno, determinaron que quedara depuesto para siempre y quedar sacudidos de su abominable yugo.

3º-Que recayese el gobierno provisoriamente, en el señor teniente coronel. Alcalde de primer voto D. Saturnino Saravia.

4º- En la cuarta se proponía por comandante general de armas al Sr. Coronel Mayor, D. Antonino Fernández Cornejo. Firmaron el acta las siguientes personas:

Saturnino Saravia, Manuel Antonio López, Baltasar Usandivaras, Alejo Arias, Gaspar José de Solá, Mariano Antonio de Echazú, Dámaso de Uriburu, Francisco Fernández Maldonado, Félix Ignacio Molina, escribano público de Cabildo, Gobierno y Hacienda. Siguen 145 firmas. Dato publicado por la Gaceta de Buenos Aires, el 19 de julio de 1821, y citado por don Luís Oscar Colmenares. Esta acta fue comunicada al gobierno de Tucumán el 25 de mayo de 1821.

Por su parte Güemes recibía un oficio donde en algunos párrafos se le decía: “…queda usted legítimamente depuesto de la magistratura que no mereció y borrado en todo, del catálogo de ciudadanos, por los crímenes con que ha manchado hasta el nombre americano, como se convencerá con la copia adjunta del acta que se le remite para su conocimiento. A la vista de ella requiere e íntima a usted, esta Corporación, a nombre del pueblo, tropas y jefes militares que suscribieron la expresada acta, el cese total en el mando, y que, a su recibo sin dilación alguna, retirándose de los confines de la provincia, hasta que ella según las circunstancias, le ordene su regreso; y dimita igualmente las tropas que acaudilló para el cúmulo de sus excesos…” De don Bernardo Frías, citado por Luís Colmenares.

Güemes entonces volvió sobre sus pasos, decidido a sofocar la rebelión, arribando a la ciudad de Salta el 31 de mayo con una fuerza de seiscientos hombres. Siguió la ruta que siguiera Belgrano, que desemboca en la quebrada de Chachapoyas, apareciendo por el norte en el campo de Castañares, mientras que los revolucionarios se ubicaron en el campo de la Cruz. Por extraña coincidencia se trataba del mismo escenario donde habían confrontado las fuerzas de Belgrano y Tristán. La denominación de “La Cruz” se debió a que se hiciera colocar en aquél lugar una cruz de madera en homenaje a los caídos en la batalla de Salta.

Los contendientes estaban a una distancia demasiado próxima entre sí, cuando nuestro general decidiera adelantarse con una partida de unos pocos gauchos al encuentro de una partida comandada por un porteño radicado en Salta, don Bonifacio Huego, estrechamente adherido a los principios de la Patria Nueva. El encuentro cara a cara se efectivizó en medio de lacerantes recriminaciones de Huergo hacia la conducta de Güemes como gobernador. La traición y cobardía flotaba en el ambiente; los pájaros agoreros del atardecer habían alquilado balcones en los árboles cercanos para tener una mejor visualización de lo que allí sucedería. Güemes vestido sencillamente echaba lumbre por sus ojos negros, sin responder a la agresión, cuando Huergo, vestido con una capa azul que cubría las ancas de su caballo, con un golpe de mano y la presión de las espuelas sobre los ijares de su cabalgadura, la hiciera girar para dirigirse a todo galope hacia la ciudad. Mientras conversaba, fue abriendo lentamente su capa de paño azul, hasta que inopinadamente apareciera la pistola con la que descerrajara un tiro sobre el general. Güemes advirtiendo la maniobra, esquivó la bala, y el tiro pasó sobre su cabeza, para asustar a dos bumbunas que inocentemente conversaban sobre la rama de un árbol próximo. El general enardecido y mascullando quién sabe qué desatinos, azuzó su palafrén y partió con la velocidad del viento en pos de esa traición llamada Huergo. Una vez más demostró su magnanimidad[WU1] , contentándose con rasgar de un sablazo, la capa de paño azul que se agitaba por el viento en su huida. Este hecho es citado por nuestro insigne historiador Güemesiano Licenciado Colmenares, citando a Bernardo Frías, que recibió el testimonio de contemporáneos del héroe, e interrogara a numerosos descendientes de sus adversarios. A continuación, sin su guardia procedió a dirigirse hacia las huestes adversarias, y arengando a los gauchos, muy pronto le vitorearon acoplándose a su ejército. Los cabecillas huyeron en desbandada hacia la ciudad.

El día 31 de mayo, Güemes aplicó una severa sanción pecuniaria, por un monto superlativamente mayor que el acostumbrado, a cambio de sus vidas. Los comerciantes estaban ocultos en quién sabe qué recónditos lugares, con sus comercios cerrados. El general autorizó entonces a sus gauchos a entrar en dichos comercios y abastecerse de las necesidades de su tropa. Así era la pena impuesta. Poco a poco fueron cayendo los conjurados y el clero pidió clemencia por ellos. Hasta doña Magdalena intercedió por la vida de algunos a quienes había ocultado en su casa, entre ellos a su ahijado don Gaspar Solá, que ostentaba el cargo de Regidor en el depuesto Cabildo. Cuando Güemes entrara en la ciudad, ésta parecía desierta. Quizá algunas curiosas corrían los visillos para ver entrar a la tropa vencedora. Reiteramos, el general valido de su predicamento entre el gauchaje, actuó con la prestancia de los grandes, demostrando una vez más que no sólo era el hombre sino también la emoción. Hasta Bonifacio Huergo, pudo salvar su vida una vez más, y le fue impuesta la curiosa pena de entregar la misma cantidad de cuchillos con los que había armado a los gauchos convencidos. Al no poder cumplir totalmente la pena, debió comprarlos a las mismas personas que había armado, a un precio indicado por Güemes, naturalmente mucho mayor. Muchos de los cabecillas pudieron eludir las partidas del general, refugiándose en la ciudad de Tucumán, protegidos por Bernabé Aráoz. Don Mariano Benítez, uno de los principales cabecillas, refugiado en casa de su suegro don Matías Linares, pudo salvar su vida gracias a que la partida que lo trasladaba recibió la orden del propio Güemes de dejarlo escapar.  A poco de huir se encontró con la vanguardia de Olañeta, que había destacado una partida al mando del teniente coronel José María Valdés. Luego sobrevendría lo ya conocido: Gorriti había vencido a Marquiegui, y Olañeta había retrocedido hasta Mojos, mientras Valdés había permanecido en Yavi al mando de 400 hombres; pero el jefe español, cuñado de Marquiegui que había caído prisionero insistía en volver a Salta y rescatarlo. Realizó una maniobra distractiva, y desde Oruro, continuó en seguimiento de Valdés para protegerlo, que había emprendido el camino llamado del Despoblado; en su trayecto se encontraría con Benítez. Enterado de la situación del 24, mandó aviso a Olañeta, y se dispuso a capturar o matar a Güemes en su propia casa. La treta surtió efecto la aciaga noche del 7 de junio, es decir un día como hoy, pero de 1821. Los jefes de la Patria Nueva a esta sanción del 31 de mayo le llamaron “El Saqueo”. A pesar de no ser ésta una práctica aprobada, queda al menos la morigeración de la medida, al disponer Güemes que el saqueo de las tiendas fuera supervisado por sus oficiales. 

La opinión de don Luís Oscar Colmenares respecto a este hecho es la siguiente que transcribo textualmente: “La sanción del 31 de mayo de 1821 fue grave y dura. Hoy sería insólita, pero dejó un gran saldo positivo: respetó íntegramente la vida humana, jamás impuso la pena de muerte a persona alguna”.

En aquellos tiempos antes de la guerra las relaciones de Güemes con Aráoz no eran buenas, ya mientras el primero acusaba al segundo de inacción en cuanto se refiere a la causa de la independencia, y de falta de cooperación en la lucha de frontera, el segundo recelaba del primero, que podía poner en peligro la estabilidad de su gobierno, ya que tenía sus propias preocupaciones en la organización de su República. Los enconos y recelos provenían también de que era público que desde el año 1817, Tucumán era el principal centro de residencia de los emigrados de Salta. A todo esto, se agregaba un nuevo condimento que según el historiador Ventura Murga, era la desconfianza de Güemes, del ejército de Belgrano acantonado en la ciudad tucumana.

Dice Murga que desde 1817, “se registran numerosos documentos vinculados con los emigrados salteños, la mayoría con protocolos que hablan de transacciones comerciales, préstamos que recibían, ventas de sus esclavos, debido a la mala situación económica que padecían. El trabajo de Murga cuenta con un apéndice documental, con una síntesis de esos documentos. El autor da mucho valor a un protocolo que versa sobre la denuncia que hace Isidoro Alberti el día 19-5-1820, ante escribano público. Se trata de una protesta contra Güemes por “los insultos, tropelías, vejaciones, y robos que me ha perpetrado y sobre los males y perjuicios que ha causado a la causa de la libertad en general”.

Alberti narra con lujo de detalles las vicisitudes que pasara desde que fuera detenido y trasladado a Salta. Explica que permanentemente estuvo incomunicado y sometido a simulacros de fusilamiento- uno de esos simulacros debería efectuarse si el reo levantaba la vista- En todo momento negó la imputación de conjurado. Comenta el historiador Murga, que luego de la muerte de Güemes los emigrados volvieron a Salta y esto se hace notorio al desaparecer sus nombres del Archivo Histórico de la Provincia.

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