CULTURA

La casa del sibarita, cuadernos de viaje

sibarita - Fuente: El Intransigente

  Hoy 15 de diciembre de 1755

Mi nombre es Ventura Cortés y vivo en hacienda de Gualfín, en el valle Calchaquí, donde me espera mi mujer, Juana Arias Velázquez, encomendara en tercera vida de la hacienda, por disposición de Carlos III de Borbón. Motivan estas líneas el tedio desesperante que me invade durante los arreos de ganado que desde Salta y por motivos comerciales, obligadamente debo llevar hasta la ciudad de Tucumán, donde me aguardan ansiosos compradores en el paraje llamado El Bajo; desde allí parten y llegan los grandes arreos, como así también incontables viajeros desde los cuatro rumbos del Virreinato. Es allí, en ese espacio donde la maraña se remansa a fuerza de machete, y los corrales se esparcen como cuentas de rosario. Dibujan allí fantásticos piélagos marrones abrazados a los esmaltes verdes con que la selva quiebra el pudor de la llanura. ¡Quiera el Señor que estos cuadernos no lleguen a manos de nadie, pero si no los escribiera perdería mi bien ganado sosiego! ¡Aunque sé a lo que me expongo! 

Mientras espero, la porfía de la sed me seca la garganta, y percibo en los largos días de cabalgata unidos a la tibia suavidad de mi espléndida montura, el despertar de antiguas memorias de amor nunca olvidadas. Decido caminar hasta el hospedaje llamado El Palenque, mientras solicito a la india mesonera una transpirante jarra de aloja. Me alejo entonces hasta los fondos, para atar a mi caballo- Quebracho- de una argolla emergiendo como rama suplementaria de la cima de un frondoso laurel. Quebracho es un padrillo de belleza casi perversa traído del Perú, y su andar de eximio paso peruano, va rozándome los estribos de plata labrada con caricias de chispa, al tiempo que despierta encontrados sentimientos de envidia y admiración. 

La venta de la hacienda se desarrolló con una prontitud inesperada, permitiéndome liberar las rijosas fuerzas volcánicas que bullían dentro de mi ser. Amo a Juana Arias Velázquez, mi esposa, pero extrañas ansiedades, y el largo tiempo insumido en los viajes, se presentaron como aturdidores espejismos que devastaron mi naturaleza siempre fiel. De pronto una fuerza misteriosa e irresistible me aprisionó entre sus telarañas y mi memoria se inundó de atávicas memorias, encendiendo el recuerdo de aquella casa de hetairas importadas a la vera del Río Salí. Monté entonces de un brinco la sosegada quietud de mi caballo, y me lancé como poseído calle abajo, rumbo al misterioso recinto donde el hedonismo se cultivaba con refinada dedicación. 

El braceo de mi caballo marchaba al mismo ritmo de mi corazón apresurado, y se estremecía proclamando la exultante alegría de estar vivo, impidiéndome respirar con normalidad. El rítmico golpeteo de las patas de Quebracho sobre la tierra suelta, levantaba un fino polvillo que se esparcía como llovizna ocre sobre el brozal circundante. Al terminar la calle se percibía ya la respiración desordenada de lapachos y naranjos silvestres, junto a la isócrona conversación del río, arrastrada por el viento; la brisa me desordenaba los cabellos y refrescaba el calor de mis pensamientos. Sentía la sensación de ser un flotante peregrino en el vórtice de una pasión descontrolada, mientras Tucumán a mis espaldas naufragaba bajo el brillo de un sol que pintaba de rojo el horizonte; fingía ignorar los desvelos lúbricos de aquella casa enclavada a la vera del Salí. 

Finalmente, tratando de apagar mi ansiedad llegué hasta el minúsculo calvero donde con fingida cazurrería los señores despuntaban sus vicios, escondiéndolos de sus mujeres y de sus hijas. Era un lugar espacioso y agradable. Sus jardines exteriores formaban un colorido arco iris, trenzado por paraísos, rosales y caléndulas, cuyos ojos inflamados de color extendían su mirada hasta los umbrales de la casa. Até a Quebracho en el patio posterior, al abrigo de miradas indiscretas, circunscripto por enredaderas que impedían el espionaje de curiosos jovencitos observando a las diosas del sexo semidesnudas luego del amor. Se concentraban alrededor del pozo de agua, exhibiendo la firmeza de sus muslos y las densidades metafísicas de sus pechos de alienación. Las reglas de la casa eran inflexibles: “de día reposo de la cintura para arriba y de noche trabajo de la cintura para abajo”. 

El lugar recibía el pomposo nombre de “La Casa del Sibarita” y su propietaria era la francesa Madame Nicole, que en el inicio de lo que ella llamaba su apostolado, aún a salvo de las devastaciones del Eros, había respondido orgullosamente al mote de “Nalgas de Oro”: La sabiduría de sus pasiones desbordantes, iluminaron a un Tucumán que sobrevivía desconcertado a las aburridas disciplinas de amores prehistóricos.

Había en ella una sensualidad lenta, premeditada, irradiándose como música pegajosa sobre la amargura de los malos momentos, desvaneciéndolos. Se comentaban también que las filigranas de sus calistenias amorosas le habían concedido imprevistas fuerzas de espalda como quebracho de punta. 

Yo Ventura Cortés, trataba de disimular la ansiedad que el deseo me provocaba y trepé de un solo tranco las escalinatas que me separaban de las aldabas de la puerta; las hice percutir sin piedad, y al abrirse vi recortada en la penumbra del día que moría, la inconfundible silueta de Madame Nicole. Sentí de pronto ese salvaje olor a presencia de mujer, enancado a la suave brisa de azahares silvestres asaltando mi voluminosa nariz que, como imaginaria proa de un barco, se alzaba y dilataba en rítmicos movimientos.

La silueta de Madame, iluminada desde atrás magnificaba su aspecto elegante, enfundada en un elegante vestido negro. Dejaba para la contemplación la piel sedeña de sus hombros y el tallo largo de sus brazos preparados para la pasión. Su piel inmarcesible caía lánguidamente hacia escote desmesurado y a cada movimiento insinuaba la espléndida corola de unos pezones de estremecimiento. La miré con tal intensidad que Nicole sintió el contacto lúbrico de imaginarios dedos espasmódicos sobre su geografía, permitiendo al tacto visual el goloso contacto con su piel. De inmediato fui invitado a ingresar a una salita de recibo donde podían verse elegantes sillones de terciopelo carmesí y un gran espejo dorado apoyado sobre una consola francesa. 

Podía distinguirse a simple vista cristalería y objetos del viejo mundo; encima del espejo y formando parte del mismo, pude distinguir dentro de un óvalo dorado, la reproducción el famoso cuadro de Boucher “Diana después del Baño”. Madame al ver mujeres desnudas en él, solicitó de inmediato una copia y la trajo a estos lares, pensando que su impudicia podría servir de estimulante a sus clientes.

Me dejó unos momentos en soledad y presa de una pasión incontrolable, procedí a calmar mis tensiones limpiando el imaginario empañamiento del espejo con rítmicos movimientos de mi imaginación febril y sicalíptica … Tardé en comprobar que ella me observaba desde un ángulo recoleto de la habitación, y sentí un ramalazo de vergüenza al verme descubierto en una actitud automática y solipsista; me recuperé de inmediato y con un zarpazo sin violencia, tomé a Nicole de las muñecas; ella como consumada hetaira se dejó recostar sobre la mullida alfombra persa. Los sutiles conocimientos de Madame en las alquimias del amor, la hacían abandonarse con fingida resistencia a los prolegómenos del amor. Los movimientos que imprimíamos a la sufrida alfombra decorada con pavorosos dragones, hacían que ellos abandonaran los letargos de la urdimbre, para abrir o cerrar los ojos, garras y dientes al contacto de nuestros cuerpos enfebrecidos. Se incorporaban alternativamente incorporándose o rodando, en medio de una alucinación sobrecogedora de sonidos. Sentí de pronto los borbollones candentes tras lo cual nos dejamos atrapar en un relajamiento placentero, mientras nos abandonábamos sin apremios a un sueño sin memoria…

El silencio era ya un espacio ominoso caminando sobre la piel de los dragones, mientras de desvaídos rincones escuchaba fluir la lentitud de conversaciones acaso irreales e incomprensibles. 

Hoy 16 de setiembre de 1755

Desperté por la mañana en mi cuarto de El Palenque en el Bajo Tucumano, creyendo encontrarme en La Casa del Sibarita, abrazado a la ciencia de Madame Nicole. Extendía mi mano ciega buscando su deliciosa anatomía, sin encontrarla; no podía precisar exactamente dónde me encontraba, mientras el posadero aumentaba mi turbación haciendo comentarios acerca de la pesadez de mi sueño casi imposible de despertar; con palabras abstrusas y delirantes movimientos de manos daba cuenta de alarmantes noticias sobre el brutal asesinato de Madame. 

Había ocurrido la noche anterior, y en una de sus manos acaso como testigo de su última crispación, estrujaba un pañuelo de seda con devastadas bordaduras, simulando el dibujo probable de las letras V y C: La habían encontrado desnuda sobre la alfombra persa de la sala de recibo, con un gesto de terror sobre el vacío transparente de sus ojos. Sentí en ese momento una inmensa pena, acaso relacionada con la muerte de mi inefable deseo por ella. Según los dichos del posadero había muerto a manos de un amante circunstancial, hecho ya prisionero por los Regidores del Cabildo. Se comentaba que el hombre esperaba con resignación la más cruel de las sentencias. Decidí entonces olvidar para siempre la tersura de su piel y el ensortijado almófar de su anatomía, mientras caminaba pensativo hacia el patio trasero de la posada para ensillar a Quebracho; ni bien lo hube hecho, al colocar las alforjas en la grupa para continuar mi viaje, descubrí con terror sobrecogido el ensangrentado vestido negro de Nicole… ¿Cómo habría llegado hasta allí? 

El alcohol había estragado esa noche mi memoria y nada recordaba de lo acontecido. ¿Sólo habría sido un sueño? ¿Acaso lo habría sido? Esto pasaba por mi mente perpleja, mientras la cálida noche de diciembre parecía galopar su incertidumbre sobre un magnífico potro de brillantes. Sentí de pronto un desesperado vahído de dudas, viniendo acaso de mi propia tierra interior, poblada de incontables desiertos. ¿Sería el de ayer uno de ellos? Una honda desesperación me sobrecogió y pude sentir mi voz y mi pensamiento, adelgazarse entre mis labios, para agonizar sobre la alfombra tejida por la flor de los lapachos. 

El sueño se resistía a visitarme y permanecí desvelado como estatua cruzada por vientos laberínticos, anclado en el mismo lugar, extraviado entre las brumas de lo incierto, mientras la noche se empecinaba en mantener las gualdrapas negras de su caballo de estrellas. 

Una multitud de pájaros de la noche rayaron los cobaltos del cielo, y un polvillo cósmico desprendido de su manto se derramó en forma de lágrimas sobre mis ojos, mientras todo mi ser se abandonaba a la certidumbre de lo incierto… 

 Ricardo Mena- Martínez Castro

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