Juan José Hernández demostró su inteligencia y respeto a quienes leíamos sus libros cuando en 1985 invitado por la revista literaria Cortatopacios lo entrevistamos y nos obsequió su ensayo inédito sobre la poesía erótica de Leopoldo Lugones que publicamos en el N°8.
El reencuentro con JJH fue en el año 2001 cuando nos reunimos en el Café Tortoni con las integrantes del Grupo de Estudio Pablo Neruda como culminación de las actividades en las que habíamos trabajado sus textos. Su gentileza y la reconocida trayectoria de su rica y cuidada obra hacen necesario recordar la esencia de sus creaciones. Por esas características se lo vincula con el riojano Daniel Moyano y el jujeño Héctor Tizón.
Transcribir las palabras de Moyano para el prólogo del libro Las señorita Estrella y otros cuentos es comprender esa búsqueda del Paraíso alejándose del infierno:
“En la historia de las migraciones, tan constantes en nuestros países, es normal que se abandone la aldea cuando ya es intolerable: es normal que se la empiece a reconstruir como quien habla del infierno del que se ha salido, y también es normal que poco a poco, por imposiciones de la realidad que se va nombrando ese infierno aparente se transforme en un paraíso. La obra de JJH como la de Poe, es la búsqueda de un paraíso. Y no me estoy refiriendo ni a Tucumán ni a ningún paisaje físico. Su tema central, tanto en la poesía como en la prosa es el exilio.”
“(…) Removiendo los escombros, Juanjo arma cuidadosamente su mundo. Un mundo cruel regido por mujeres dulces y melodiosas que actúan como principio constructivo-destructivo. Esas mujeres que aparecen en los balcones, en las siestas provincianas, soltándose el pelo retinto. Sabedoras de los baúles donde están los vestidos de las novias enterradas y de los patios donde revientan flores lechosas y carnales, son la tierra”.
Publicó varios libros de poemas. Su obra se ha traducido a varios idiomas y sus cuentos figuran en antologías alemanas españolas francesas y estadounidenses. Su libro El inocente obtuvo el primer premio municipal.
Recuerdo a Anita uno de los cuentos que deleitaba a mis alumnos del nivel secundario. En esa historia, un niño tenía como mascota a una araña pollito.
Gabriel García Márquez consideraba a JJH como uno de los autores más importantes de la narrativa argentina.
La ciudad de los sueños
Por tercerea vez, luego de varias décadas, releo La ciudad de los sueños de Juan José Hernández. Las glosas en los márgenes de la novela me refrescan situaciones que se acentúan con el tiempo. Río. Río en soledad cuando sus páginas me trasladan al Colegio Santa Rosa del que guardo recuerdos gratos de mis compañeras y los peores de mi educación.
JJH narra la vida transcurrida entre 1944-1948 y coincide con mis años en ese colegio.
Allí las monjas dominicanas están tratadas con inteligencia y sorna donde la verdad parece no ser tal por su crueldad. En la novela, una carta de amor de un joven a la bonita Lila es entregada por una alumna envidiosa a la madrecita quien reacciona de modo cruel y difamatorio. La madre superiora afirma que: “Sería preciso extirpar el mal de raíz, apartar la fruta agusanada que corrompe a las otras” y afloran en esa institución de las dominicanas ciertos esquemas mentales capaces de manifestarse con virulencia.
“ Las hermanitas no ignoraban la influencia malsana de Lila Cisneros”.
“(…) En lo posible se evitará el escándalo, ha dicho la madrecita quien ha reunido a los padres de familia. La religiosa difama. Calumnia. Castiga. Con lujo de detalles se enorgullece de la medida piadosa que evitará un escándalo mayor y la sanción tomada es negarle inscripción en el colegio. Lila, la protagonista, es obligada a continuar estudios de magisterio en Capital Federal.
Los diferentes episodios donde JJH describe con sagacidad el desprecio hacia las clases humildes, las sirvientas ladronas y sus novios matacos, los viví en mi adolescencia. Esta novela me da valor tardíamente para denunciar la humillación que definió mi orientación religiosa. Entonces, en mi memoria, vuelve a aparecer la versión tucumana femenina de Torquemada: sor Hortensia quien en su otra vida debió asistir y aprender las formas de torturas de la Inquisición. Fue un siesta de invierno, cuando estábamos formadas para asistir a una de las procesiones donde nos martirizaban para redimirnos del fuego eterno, que sor Hortensia se acercó hasta la formación y con sus garras tironeó con fuerza mi brazo, me condujo hasta un piletón, con su manaza me aprisionó el cuello, abrió la canilla y sumergió en agua helada mi la cabeza. Luego, tomó un enorme pan de jabón “Pinche”, de aquellos que raspaban las ollas tiznadas, y frotó mis cachetes que el frío había enrojecido hasta lastimarme. Terminada la tortura me arrinconó junto al piletón ubicado como un escenario, desde la formación en el enorme patio, mis compañeras observaban atemorizadas, Entonces sor Hortensia gritó furia:
- ¡Al colegio no se viene pintada!
¡Cuánta razón tenía Bernardo Canal Feijóo cuando cuestionó mi formación con las dominicanas! Recuerdo que mi madre me envió a la Escuela Sarmiento. Asistí un mes y como no me adaptaba porque extrañaba a mis compañeras fieles y divertidas, pedí regresar al Santa Rosa. Aún rememoro a sor María de las Nieves que me recibió con una cacheta verbal:
-El que se va sin que lo echen, vuelve sin que lo llamen. Esa imagen de la religiosa, de pie frente al aula de primer año que daba al inmenso patio, está esculpida en una piedra que permanece intacta en mi memoria.
Cuando ejercí la docencia, todos esos momentos de malos tratos y humillaciones me sirvieron para que jamás tratara así a algún alumno: los resultados están en las cartas infinitas que aún recibo desde hace décadas.
El infierno tan temido
Jamás regresé al edificio del Santa Rosa ni siquiera cuando me invitaron para celebrar las bodas de oro y me ofrecían el pasaje ida y vuelta desde Bs. As. En divertidas reuniones, con algunas de mis fieles compañeras, sesenta años después, recordamos nuestra adolescencia en el colegio. Ríen cuando narro los tormentos y no cuestionan esos métodos porque ninguna de las presentes los sufrió.
Otro de los recuerdos, donde se nos infundía terror, eran los retiros espirituales. Nos encerraban durante tres días en la capilla y ubicados a cada costado del altar, nos vigilaban unas enormes estatuas de material: los gigantes de santa Rosa y santo Domingo feo, más feo por la tonsura que le daba aspecto de maldad.
Desde un entrepiso, donde estaba el órgano, una de las monjas con voz cavernosa comenzaba a atemorizarnos diciendo:
– Si en este momento sales a la calle, un auto te atropella y mueres, irás al infierno por la ausencia de sacramentos y por tus pecados sin el perdón del la confesión. Terminada la advertencia debíamos repetir en coro:
“Mira que te mira Dios
Mira que te está mirando
Mira que te morirás
Y no sabes cuándo.
La descripción de los castigos que padeceríamos en el infierno fue la causa por la que una de mis hermanas se enfermara y faltara a esas sesiones de tortura psicológica. Nos inculcaban que debíamos comportarnos bien por temor a los tormentos del infierno, pero nunca incitarnos a proceder bien por la alegría que conlleva el bien en sí mismo.