SALTA (Andrés Mendieta) – Al comenzar a redactar esta nota me hacía el siguiente cuestionamiento: ¿debo abordar en extenso aspectos vinculados a esta hazaña grandiosa que tejió la eternidad de este país o a un Manuel Joaquín del Corazón de Jesús Belgrano a quien la gloria y la posterioridad lo conoce por Manuel Belgrano, hacedor de la Bandera Nacional y servidor de su patria en cualquier frente con la generosidad de los hombres excepcionales?
En estos momentos que el país desea reencontrarse con nuestros arquetipos me referiré en primera instancia al «varón más justo y virtuoso de la República”, quien había recibido un 26 de marzo de 1812 un ejército atrapado el desaliento por parte de los oficiales; en el cual debía preparar a una tropa sin armas; curarla sin medicinas; vestirlas sin vestimentas; nutrirlas sin sustentos. También se hallaban poblaciones que se habían vuelto opositoras ante la presencia castrense como resultado de los desaciertos cometidos por algunos jefes porteños para con ellas.
Manuel Belgrano tuvo triunfos, fracasos, pasión literaria que son mojones, nada más, de una biografía cuyos aspectos psicológicos hay que robustecer. Renunciamientos, humanidad, entereza cívica, severidad militar, patriótica rebeldía, constituyen los ángulos que es necesario destacar para entender en forma cabal esta personalidad auténtica, capaz de exhibirse a la altura de toda la fortaleza, a la que llegan las almas. Es este Manuel Belgrano que cambió la pluma por la espada cuando las invasiones inglesas pusieron en pie de guerra a todos los amantes de la libertad, y con el cargo de capitán de milicias urbanas peleó en 1806 y, en 1807, combatió contra los ingleses como ayudante de campo del Regimiento de Patricios.
Al mando del ejército triunfó en Tucumán, en Río Piedras y en Salta, batalla esta última que hoy estamos recordando. Junto a la figura de Manuel Belgrano y lo acontecido, el 20 de febrero de 1813, quiero resaltar que en ese combate fue donde por primera vez los colores azul y blanco de nuestra bandera fueron testigos y aliento de los héroes. Este emblema, identificado después como insignia nacional, pareciera haber sido creada por Belgrano «a su imagen, porque los colores patrios son los de su virgen predilecta o los del cielo, reflejan también la pureza del alma del que la concibió”.
Mucho se dijo sobre las alternativas de la gesta que convirtió a Salta
en baluarte de la libertad americana, porque el doctor Bernardo Frías en su
«Historia del General Martín Miguel de Güemes y de la Provincia de Salta,
o sea de la Independencia Argentina”, se refiere a tal episodio, único en
la historia nacional no sólo por lo que representaba sino en momentos que
parecía desmoronarse los principios libertarios de 1810. Tuvo carácter popular
el enfrentamiento entre los que defendían la ciudad cautiva y los que buscaban
la independencia americana. Hombres, mujeres y niños, como imágenes indefinidas
participaron de esta aventura sin parangón. Cubiertos de barro y polvo, y en
medio del fragor de la batalla aliviaron la sed y asistieron a los heridos del
combate. Sólo los cerros y los árboles, el agua y la tierra fueron mudos
testigos del relampagueo de los aceros, del fuego de las carabinas y del galope
de los corazones sedientos de lauros.
Después vino la capitulación por parte del ejército realista. Una vez más
prevalece el equilibrio del alma serena de Belgrano en medio de la tempestad.
No se dejó arrebatar el orgullo ni avasallar por el egoísmo. Cuando se le
comunicó el deseo de Pío Tristán de que cesara el combate el jefe patriota se
expresó en los siguientes términos: «Diga usted a su general que se
despedaza un corazón al ver derramar tanta sangre de gente americana”. La
mayoría de las tropas invasoras estaban compuestas por peruanos, bolivianos y
algunos españoles. El escenario de la lucha era desgarrador. El gemido de los
heridos y el vuelo de los cuervos, en círculos cada vez más bajos, dejaban
presentir lo indecible. Belgrano, que figura desde hace mucho en el santoral
cívico de la República, dispuso que los huesos de los caídos de ambos bandos,
vencedores y vencidos, recibieran una fraterna sepultura cobijados por la
cruz de Cristo.
Pero la actitud de este eminente ciudadano fue motivo de las más duras
críticas. A ellas respondió así: «Siempre se divierten los que están lejos
de las balas y no ven la sangre de sus hermanos, ni oyen los clamores de los
infelices heridos. También son esos los que critican las determinaciones de los
jefes. Por fortuna dan conmigo que me río de todo y que hago lo que me dicta la
razón, la justicia y la prudencia, y no busco gloria, sino la unión de los
americanos y la prosperidad de la Patria”. Más tarde, al recibir un oficio del
gobierno de Buenos Aires premiándolo con la suma de cuarenta mil pesos por su
triunfo en Salta, tras agradecer puntualiza su interés por el bien público más
que por el propio. Estima que premiar con dinero es lisonjear con pasión que en
él es detestable y que le excita aversión. Como todos sabemos dicho importe lo
destinó para la construcción de cuatro escuelas de primeras letras «en que
se enseñe a leer y escribir, la aritmética, la doctrina cristiana, los primeros
rudimentos de los derechos y obligaciones del hombre en la sociedad”.
Bajo la inspiración que late en el ondear de la Bandera, en las notas del Himno, encuentren los argentinos esa vocación nacional del ayer, y puedan así hacer de la nuestra una comunidad pujante, donde prevalezcan cada vez más el sentido creador, la voluntad de progreso, la vocación de vivir en paz y libertad. De todos nosotros depende. Desde este lugar, al lado de este abanderado de la nacionalidad elevemos nuestras plegarias diciendo: «Señor del Milagro, Cristo Redentor, del pueblo argentino no apartes tu amor”: ¡VIVA LA PATRIA!
Por Andrés Mendieta
Para El Intransigente