SALTA (Ernesto Bisceglia) – El paso de la crisis sanitaria dejará más allá de su secuela de muertos un grave problema social a resolver, el de la desigualdad y la exclusión social
Hasta el brote de COVID-19, el mundo tenía otras preocupaciones: la macroeconomía desfinanciada y una guerra entre Estados Unidos y China, la pelea por quedarse con el Medio Oriente, las guerras localizadas producto de los nacionalismos y de una suerte de “Guerra Fría”, los desplazados que iban islamizando a Europa, en fin.
Para los países emergentes como la República Argentina, era la consolidación de una democracia atrapada por grupos de poder perennes, el desafío de achicar una grieta irreconciliable, el dólar y el riesgo país, cosas que el común no comprende para nada pero que marcaban su talante y le pintaban una camiseta.
A esta altura, promediando la pandemia, ya se evidencian los primeros síntomas de un encierro prolongado en el impacto psicológico. A la sociedad argentina le arrancaron de cuajo sus costumbres heredadas de generaciones, más todavía en un pueblo como este que fue perdiendo con los años todo sentido de autoridad, orden, disciplina y ley.
Pero ¿qué pasará el “Día después”? ¿Cómo continuará la historia, la vida diaria? Una sospecha generalizada de que nada será igual está ganando los espíritus. La diferencia estará dada entre quienes comiencen ya mismo a prepararse para el cambio y quienes se sigan preguntando qué viene.
Las proyecciones más pesimistas advierten que más que la cantidad de muertos habrá que pensar en los desplazados en sus propios lugares, en sus propios trabajos, incluso los que no sobrevivan al cambio. Se trata de mirar ese futuro inmediato con esperanza y alentar a pensar distinto, porque la vida que existió hasta hace tres semana no es que cambió, ya no existe, aunque no parezca.
Prueba de esto es que los alumnos van a tener tres o cuatro meses de educación digital, algo insólito de pensar hasta hace un mes atrás. Miles de trabajadores se están habituando a una rutina telemática. Los bancos atiborrados de gente son un recuerdo, se cobra y se paga por internet, al menos por ahora.
La cultura ha cambiado: no más teatros llenos ni estadios colmados, desfiles patrióticos, si no es por internet, no existe. ¿Los gimnasios volverán a ser cómo antes? Cuando ahora se hace “gym” desde un teléfono o por televisión.
Hasta el mundo político ha cambiado, la Asamblea Legislativa es digital, lo mismo que las sesiones, los reportajes… todo es digital. Hasta el dinero va desapareciendo de las manos, ya no se ve. Es interesante pensar que aquello que fue uno de los símbolos de la soberanía de un país, con sus próceres o paisajes –animales en la era Macri-, hoy es sólo una cifra en la pantalla… para los que todavía pueden cobrar.
Entonces viene la otra pregunta: ¿Y qué pasará con todos esos miles que antes vivían de modo presencial todo esto? Porque cuando pase la pandemia muchos habrán perdido su trabajo o el lugar donde estaban ya no existirá, para otros habrá cambiado el formato.
No tener conectividad será igual a convertirse en un paria tecnológico.
Carecer de una notebook, una PC, un Smartphone, una Tablet, va convirtiéndose en un despido asegurado, en un certificado de analfabeto, en un docente jubilado de facto. Terrible paradoja para el tiempo en que toda la información del mundo, de la historia, está a un “click”.
Son millones los que no están preparados para lo que llegó. Es un país que no está preparado para asumir este cambio. A los problemas económicos crónicos, al default subsistente, etcétera, ahora el país, las provincias y los municipios tendrán que asumir cargos inesperados subsidiando sectores y solucionando el problema mayoritario de los argentinos: el hambre.
El Artículo 14 y el 16 de la Constitución Nacional garantizan, el primero, la libre circulación, el derecho al trabajo, a la educación, por ejemplo; el otro, define la igualdad ante la ley y el acceso al trabajo. Otra paradoja del Estado de Derecho porque todos esos derechos están restringidos ahora por la situación y mañana por la falta de trabajo, de estudios; la igualdad se ha destrozado porque ahora el sistema reclamará la capacidad de haberse adaptado al Nuevo Orden.
¿Qué ocurrirá entonces? Esta es la gran pregunta. Qué pasa en un país donde nunca a los gobiernos le interesó la formación de su pueblo, la educación. Donde la docencia fue una moneda de cambio, donde los sindicalistas se enriquecieron mandando a sus afiliados a tocar el bombo y cortar las calles. Donde la Iglesia Católica repartía estampitas y no hizo catecismo de la libertad de pensar. Porque pensar es el mayor poder, decía Sarmiento.
En unos meses las masas estarán reclamándole a los gobiernos su derecho a comer, después a trabajar o percibir planes. ¿Y después qué…?
No hay tiempo para esperar del Estado mucho más. Es tiempo de pensar, cada uno, cómo hacer para subirse a este tren que ya está pasando. Los que no logren subirse, se quedarán en el andén, mirando cómo la historia pasó de golpe frente a ellos y ahora los deja atrás. Solos, abandonados.
¿Hay esperanza? Sí, y mucha, porque hay que entender cuánto de realidad tiene el dicho que enseña que “Crisis es igual a Oportunidad”. Pero dependerá de las decisiones personales.