SALTA ( Gladys Coviello ) – Angelita y Pedro llegaron a la escuela aquel 10 de setiembre con una bolsa tejida en piolín macramé donde a través de los rombos asomaban unos pelos largos y duros de unos animalitos que, para defenderse del zarandeado viaje, se habían ovillado y transformado en perfectas bolas.
Era el día del maestro y regresé alegre a mi casa. Me dirigí hacia la galería y deposité la bolsa tosca en el piso de la galería. Mis hermanas jugaban con sus muñecas debajo de la enorme morera y se aproximaron a ver qué traía. Los quirquinchos, al sentirse seguros en el suelo, dejaron asomar sus breves patas terminadas en uñas con ganchos y asomaron sus minúsculas cabezas cuyos ojos parpadearon con rapidez al ver la luz de la siesta tucumana. Estos hermanos de los gliptodontes abandonaron su defensa pasiva, movilizaron las tres bandas que les habían permitido protegerse y decidieron escapar. Con rapidez y sin temor puse las manos sobre los lomos y en ese instante, como por arte de encantamiento, los pichis ciegos se transformaron en bolitas.
Las chicas me preguntaron dónde había conseguido esos bichos y les respondí que mis alumnos me los habían regalado por el día del maestro. Ellos mismos los habían cazado. Me dijeron que les abriera las panzas, los condimentara y asara a fuego lento con el caparazón hacia abajo.
- ¿Asarlos? – preguntó Ronti.
- ¿ Asarlos?¿.Comerlos’ ¡Jamás! … Son regalos de mis alumnos – respondí.
Mientras los observábamos se acercó Patsy, la foxterrier, y apenas puso su hocico en uno de ellos, los dos volvieron a cerrar el caparazón.
- Patsy no los dejará tranquilos y los morderá -agregó Ronti.
Entonces decidí encerrarlos en el gallinero. Los deposité sobre la tierra apisonada. Una gallina regordeta les dio la bienvenida. No así el gallito pigmeo que fue a mostrarles su pico filoso levantando las alas y enervando las plumas para parecer más grande que ellos y demostrar su dominio del territorio.
Regresé al anochecer después de festejar con nuestras compañeras en la confitería El Buen Gusto. Fui hasta el comedor de diario y me senté a beber un vaso con agua y limón. Encendí la luz y desde el jardín escuché los grillos grillar más que de costumbre en la noche tibia.
Pensaba. Miles de cosas pensaba. Pensaba en la pobreza del surco cuando extraños y desconocidos sonidos atravesaban la galería y se aproximaban al lugar iluminado. Sentí temor. Uno detrás del otro se acercaban rascando con sus uñas la galería los quirquinchos desterrados. Permanecí inmóvil, observándolos en silencio. Entraron al comedor de diario y se desplazaron alrededor de la mesa.
Entonces se me ocurrió algo para amansarlos. Abrí la puerta de la heladera y saqué un botellón con leche. Tiré al piso un poco cerca de ellos. Olieron. Probaron y a lengüetazos bebieron con sus lenguas largas y finas.
Se retiraron.
Los quirquinchos nos visitaban todas las noches. Terminadas sus vueltas regresaban al jardín. Desaparecían durante todo el día. Se volvían invisibles y reaparecían en la oscuridad. Los llamaba y respondían con agudos silbidos como llantos de niños. Buscaban mi asiento junto a la mesa del comedor de diario y esperaban a mis pies hasta el momento en que terminada la cena todos se retiraban.
A solas los tres, cuando todo era quietud y silencio, me levantaba con cuidado para no asustarlos y me dirigía hacia la heladera. Sacaba la botella con leche y echaba un chorro en el suelo. Ellos lamían con prisa. Sus lenguas finas y largas absorbían con rapidez el líquido dejando el lugar tan brillante que parecía barnizado. Se retiraban saciados. Nunca pude saber dónde dormían hasta que se enfermó el más grande. A partir de ese día del maestro, los quirquinchos nos visitaban por las noches y eran cien vueltas exactas las que daban alrededor de la mesa para diversión de todos.
Aquel 12 de octubre cuando uno de ellos no apareció, todo el jardín fue requisado con velas, linternas y hasta con una lámpara a kerosén. Fue Ronti quien lo encontró cerca de la cueva de la tortuga Pericona entre escombros amontonados. Lo levantó con cuidado y me lo entregó. Estaba mustio, la cabeza le colgaba y los ojos entrecerrados le daban un aspecto fúnebre.
Con el animalito entre sus brazos lo llevé hasta el escritorio de Pachi. Estaba segura de que él tenía la panacea salvadora.
Hice lo que me aconsejó. Con un gotero y ayudada por Ronti forcé al quirquincho a tragar diez gotas de Cirulaxia y lo llevé hasta el lugar donde lo encontraron. Allí permaneció inmóvil. Todos estábamos tristes. El espectáculo de los trasnochados corredores se había interrumpido. Durante dos días le administré las gotitas.
Pasó una semana. Una noche se escucharon de nuevo los ruidos cortos y agudos que producían sus uñas sobre los mosaicos de la galería anunciadores de sus visitas. Volvimos a contar las vueltas: cien. Ni una más ni una menos. Siempre repetían sin equivocarse la sagrada ceremonia nocturna. El chasquido de los dedos y mi voz llamándolos a beber leche les era grato. Acudían con rápidos tecleos. Terminadas las cien vueltas desaparecían y regresaban siempre al anochecer cuando los llamaba y luego se ubicaban cerca de mis pies preparándose para la cena líquida que llegaba con el silencio y la ausencia de todos.
DESTACADO 1-
Era el día del maestro y regresé alegre a mi casa. Me dirigí hacia la galería y deposité la bolsa tosca en el piso de la galería. Mis hermanas jugaban con sus muñecas debajo de la enorme morera y se aproximaron a ver qué traía
2-Los quirquinchos nos visitaban todas las noches. Terminadas sus vueltas regresaban al jardín. Desaparecían durante todo el día. Se volvían invisibles y reaparecían en la oscuridad. Los llamaba y respondían con agudos silbidos como llantos de niños
3-Una noche se escucharon de nuevo los ruidos cortos y agudos que producían sus uñas sobre los mosaicos de la galería anunciadores de sus visitas. Volvimos a contar las vueltas: cien