Perfil de un gran hombre
Amanecer del 16 de enero de 2020.
El día amaneció triste, con ese halo de congoja que envuelve las grandes pérdidas reflejándose en el alma de sus amigos, con la misma fidelidad con que se expresa una imagen frente al espejo. Desaparecía don Vicente Solá, un viejo maestro de las luchas políticas y partidarias de la provincia, en definitiva, un amigo esencial de la ciudadanía de Salta.
Fueron sus padres el insigne don José Vicente Solá y doña María Elena Lopez Sanabria, de principales familias de esta provincia, y fue en ese ambiente de alta cultura donde las espinelas del conocimiento derrumbaron la inepcia que viboreaba entre las tipificaciones insustanciales del atraso. Constituyó su hogar con doña Margot Cánepa, florecido en hijos que supieron mantener en alto las imágenes inmutables de la moral y el honor aprendidos en ese cobijo feliz.
Era él un maestro en el hacer y en el decir, donde su palabra, para quien fuimos sus amigos, eran guardadas en un ánfora imaginaria donde se almacenaban los perfumes de las cosas importantes. Vicente Solá era en sí, una persona trascendental en los quehaceres cotidianos del saber, y como tal, se hace necesaria una permanente recordación, como quien perpetúa el sonido y la eclosión de una flor largamente cuidada con ese elogio halagüeño y justiciero de quien seguramente había nacido para el bronce. Su prédica estaba dirigida hacia los altos ideales de la juventud, -robusteciéndolos-, para así, con esa alquimia, preparar los hombres destinados a dirigir los destinos de la patria, quizá en horas indecisas donde los avatares cotidianos llenaban de turbulencias la incertidumbre de los malos momentos.
Fue su vida una continua lucha en pos de supremos ideales, cerrándola con la contundencia de una formalidad perfecta.
Almacena mi memoria, largas charlas donde lo cotidiano se entremezclaba con la reminiscencia de las culturas griega y romana, donde la filosofía era una invitada permanente. Memoraba invariablemente su paso por las aulas de la Facultad de Derecho en Tucumán, donde se regocijaba el haber sido alumno de aquella pléyade magistral de profesores, entre los que mencionaba a mi padre, de quien conservaba libros con sus anotaciones al margen.
Era de fundamental importancia en charlas distendidas, el encuentro fortuito con su inefable Margot, de quien admiraba sus prendas morales y su exquisita belleza jamás mancillada. Bien haya pues, gloriarlo en la intimidad de los corazones de quienes fueron sus hijos, hermanos y amigos. Todavía me parece escuchar en momentos de introspección, su voz sentenciosa y ecuánime, la misma con la que se dirigía a la familia en su calidad de mentor insustituible. Amaba la libertad y la democracia, que era en síntesis la manifestación de la belleza. Si se quiere, fue su brazo armado en las arengas llenas de contenido, dirigidas a la juventud que le escuchaba absorta. Fue, en definitiva, un soldado de la libertad, tronchada a veces por circunstancias ineludibles de la vida ciudadana, lo que no quita que, a conjuros del recuerdo, ella vele en la augusta soledad de su último descanso junto a la justicia, de la cual fue honrado caballero.
A los jóvenes, a quienes dedicara su entusiasmo en las arengas, seguramente desde la eminencia lejana donde resplandece el ideal, al recordarlo, seguramente aspirarán los inefables sonidos de la patria.
Ojalá su numen se derrame como lluvia bienhechora sobre quienes fueron sus discípulos y amigos, para transformarlas de alguna manera, en un sentimiento sublime de la nación argentina.
Para este maestro de la vida, el respeto inmutable de los tiempos.
Ricardo Mena-Martínez Castro