SALTA (Ricardo Mena-Martínez Castro) – Era una tarde de domingo en el valle y, mientras camino apunto mis pensamientos hacia un horizonte de recuerdos, que caen suavemente en una vibrante tarde de carreras.
Aquel día el calor agobiaba como una larga tristeza, agrietando la piel reseca de la tierra, clamando a San Marcos el advenimiento de los velos grises de la lluvia; recuerdo la sequía expresándose contundente en la mirada amarilla de los jarillales, mientras mis pasos me transportaban distraídamente por esa senda gastada que iluminan los tucos en las noches de luna y de romances.
Vuelven a mi memoria como si fuera ayer, los muros de paredes bajas y encaladas del viejo cementerio pueblerino, atalaya desde donde podía contemplar la piel terrosa de la pista de carreras.
Al recorrer con la mirada esa casa de silencio, presentía que las flores de papel con la que corazones sangrantes homenajeaban a sus deudos, emitían al aire misteriosos mensajes con sabor a lágrimas.
Quise pronunciar alguna oración con voz audible, pero un temor indetenido atenazaba mi garganta ignorando mi voz. Aún era demasiado joven, y desconocía la herida sangrante de la muerte a mi alrededor, pero sí percibía con claridad, una sorda congoja brotando de cada tumba. Comprendí que eran sus puertos de congojas…su canto yermo.
Un sendero bordeado de sauces llorones me saludaba reverente, mientras volcaba a impulsos de la brisa, el color verde de sus cabellos sobre la falda triste de la arena que, gozosa dibujaba ondas móviles a impulsos de un viento proveniente de la montaña.
Un bochorno enervante de tres de la tarde, reflejaba la piel cobriza del gauchaje que, a hurtadillas había robado a la tierra su color. Pude palpar en aquella ocasión una tensión sorda, junto a la mirada ansiosa de la gente socavando la piel reluciente de los potros que, como adivinando la carrera temblaban nerviosamente su coraje. Descansaban al abrigo de sendos algarrobos de ramas sombrosas separados a cierta distancia pues parecían querer embestirse.
No resistí la tentación de acercarme a ellos y, al pasar mi mano por sus cuellos, ambos me recibieron como si fueran caricias de un viejo amigo. Comprendí entonces que siempre serían mi pasión, y pedí a mi padre me comprara uno. Así fue, y muy prontamente tuve mi propio caballo,- un moro empedrado- que, al caminar hacía retumbar sus cascos sobre el piso endurecido de la calle bordeando nuestra casa de campo. Lo nombré “Tío Enrique”, en memoria de un hermano de mi madre cuya pasión, eran los caballos de fina procedencia.
Oculto por la reverberación solar, vi venir a don Gervasio Luna, un importante terrateniente de la zona, ansioso por plegarse a las apuestas. Don Gervasio, se acercó con paso seguro a saludar a mi padre, e invitarlo, luego de terminada la carrera a conversar acerca de las alterativas de aquella tan esperada confrontación.
Más tarde, contemplé con atención esa casa como así también la fisonomía del personaje que se acercaba. No era demasiado alto, más bien de estatura normal, ni alto ni bajo, pero lo que sobresalía en su figura eran sus ojos esplendorosamente celestes de penetrante mirada. Me llamó la También la atención el timbre de su voz pausada, que parecía venir de hondas cavernas interiores, para perderse suavemente en una disipación de horas vacías.
Volví a observarlo, esta vez con mayor detenimiento, y su impronta me recordaba los retratos de los ancestros ingleses e irlandeses que adornaban las paredes de mi casa en la ciudad. Parecía uno de ellos, así de concreta era mi sensación. Comentó también durante la charla que había contemplado la posibilidad de enfrentar alguno de sus potros puros de carrera, con el ganador de la contienda. Así nos lo hizo saber.
En su momento, al entrar a su casa de campo, me impresionó vivamente la finura de los objetos que la adornaban: galerías interiores exquisitamente adornadas con muebles finos, al parecer de caoba, según supe posteriormente. En el centro de la sala lucía su antigüedad una araña de bronce cincelado de doce luces que, según mi padre iluminaban largamente la estancia principal.
En la cancha, la tirantez iba creciendo, al tiempo que cesaba el murmullo de las apuestas ante la inminencia de las tres partidas. Los potros parecían bucéfalos del tiempo, etéreos a la distancia: aquel moro empedrado de pecho tan robusto, y aquel bayo encerado golpeando con sus patas tan finas el tambor sonoro de la tierra.
De pronto sentí un temor reverencial por ese clamor de voces nerviosas, a veces disonantes según fuera el momento de la apuesta.
Iba yo con mi padre, respondiendo a una invitación largamente postergada, pues sólo a mí entre mis hermanos, me maravillaban las carreras de caballos. Pegado a él yo hacía las preguntas con ese hilo de voz que dejaba pasar apenas el sonido. Todo era nuevo para mí y vuelve a mi memoria el recuerdo cuando le decía con angustia contenida: “No me sueltes la mano, padre,-hoy no sé por qué, en la lentitud de estas horas adormecidas por la siesta siento miedo, mucho miedo. Lo sentía tangible, preciso, penetrando mi cuerpo, dándome quizá la sensación de ser un silbido largo acompañando el jadeo de aquella tarde”.
De pronto, una calma chicha pareció arrimarse desde la arboleda, como esa paz que precede a los misterios, para imponer su silencio. Todo el entorno estaba quieto, expectante, como si fuera el retrato de una emoción. Los caballos estaban allí parados, nerviosos y anhelantes en el extremo de la calle esperando la magia de las partidas.
Pronto, casi sin darnos cuenta, el tiempo comenzó a moverse en ajustes temblorosos de monturas y correajes suavizando de alguna manera la tensión de la espera. Salí de mi asombro, al tiempo que escuché la voz suave de mi padre, casi como un susurro, tranquilizando los nubarrones grises de mi cielo. Había un brillo de luceros en la mirada loca de los potros, y el aire parecía detenerse respetuoso en espera de la largada.
Eufrasio Barrera,-“el largador”- con un banderín entre las manos iniciaba un conteo lento poniendo el fuego de su mirada sobre la cara ansiosa de la muchedumbre, mientras una algarabía ritual encendía el corazón del pueblo.
El desafío previo de quienes tenían los parejeros más ligeros de la zona, se concretaba por fin aquel día, mientras la vorágine de las apuestas encendía de esperanzas el ánimo de los paisanos. Alcancé a ver a la distancia los rostros enrojecidos de Benicio Olea y Gumersindo Maita, sus dueños, mientras se escuchaba una gritería como de enjambre enloquecido alentando de a ratos al moro empedrado y o al bayo encerado que, con sus belfos distendidos bebían el aire polvoso de la cancha con dos sendas separadas por un espacio, donde un hilo mantenido por estacas de madera impedía que los competidores se estorbaran.
El clamor popular se esparcía por el aire como mágico fermento, ensordeciendo mis oídos y partía presuroso hacia las alturas, para comunicar a las nubes curiosas las alternativas de la carrera.
Recuerdo haber percibido el suave aroma de los amancayes que alfombraban el campo, para poner sabores especiales a una fiesta para el recuerdo. En el extremo de la cancha, los potros sudorosos estiraban sus remos, pateando el suelo, pero a mí me parecía que por extraño sortilegio se convertían en lustrosos cables de acero. Un disparo de pistola y la agitación espasmódica de aquella bandera de dudoso color, daba comienzo al desafío.
Los centauros apenas se miraban, inmersos en aquel infernal aquelarre de gritos, polvo y ansias contenidas, al tiempo que hendían el aire aprisionando con la mirada el punto mágico de llegada.
La meta estaba próxima… pero ante la estupefacción del pueblo, los centauros jamás se detuvieron, desapareciendo dentro de una nube gigantesca y gris.
El recuerdo soltó sus amarras para transformándose acaso en un sueño, y aún hoy, no puedo discernir su exacta veracidad. ¿Habría sido sólo un sueño o acaso una realidad mágica e incomprensible?
Dicen los ancianos memoriosos del pueblo, con la firmeza de las cosas ciertas que, cada tanto, en claras noches de plenilunio pueden observarse envueltos en fantasmagóricos contraluces el afanoso ajetreo de aquella cuadrera, donde los caballos aún perviven con su galope enardecido en una playa astral junto de la Vía Láctea.
Aseguran que, en ese cielo de misterio subsisten el armonioso pecho del moro y los finos remos del bayo encerado, trajinando una carrera sin fin, haciendo sonar el tambor musical de las estrellas.
RICARDO MENA-MARTÍNEZ CASTRO