SALTA (Gladys Coviello) – En Barcelona encontramos un edificio cuyo rótulo o cartel anunciaba un piso principal en alquiler. Así les llaman a los departamentos destinados a profesionales ubicados sobre los locales para negocios de la planta baja. A ellos les denominan “principales y equivalen a nuestros primeros pisos”.
La dirección pertenecía al sector de bienes del Hospital San Pablo. La ubicación era excelente porque estaba en un barrio familiar y turístico. Por las calles transitaban personas mayores bien vestidas, grupos de alemanes y japoneses pulcros y sencillos que caminaban sonrientes detrás del guía turístico con sus filmadoras en brazos dispuestos a retener hasta el último detalle de su iglesia favorita: La Sagrada Familia.
El Eixample o Ensanche es la zona central de la ciudad de Barcelona formado por una cuadrícula de calles que se cruzan verticalmente. Surgió durante la gran expansión de la ciudad a partir del último tercio del siglo XIX. Allí se ubican los mejores edificios de Barcelona y en ese barrio estaba el departamento deseado.
En el Ensanche maravillan los edificios neogóticos: una de mis preferidas era la Casa Batlló de Gaudí a la que no me cansaba de mirar, me ubicaba desde diferentes lugares para admirar esos extraños balcones- antifaces -calaveras, o imaginar completo al enorme dragón cuyo lomo coronaba el edificio. En cualquier momento del día destellaban las luces de sus escamas hechas con trozos pequeños de mosaicos multicolores, el trencadís, la tarea favorita de Gaudi-
Me dirigí hacia el Hospital de Sant Creu i Sant Pau con la intención de alquilar el departamento. Llegué a la entrada imponente de color ladrillo desvaído, el edificio magnífico, abrumador y recargado, obra de LLuis Domenech I Montaner, integrante del modernismo catalán. Sus antecedentes se remontan al Hospital de la Sant Creu fundado en 1401. El actual es resultado de la fusión de otros seis anteriores.
Subí por la amplia escalinata. Caminé a través de una galería vidriada que costeaba el jardín. Llegué hasta la oficina donde me indicaron en la portería para efectuar la operación. La gestión estaba a cargo de un abogado y, al saludarlo, lo llamé doctor. La respuesta pertenecía a un cascarrabias que me dijo:
Esa costumbre de los argentinos de llamar doctor a medio mundo. El doctorarse es faena enorme y lleva casi toda la vida.
Quedé paralizada por la respuesta y callé. Callé porque estaba en peligro el alquiler del buen departamento de la calle Cerdeña, la misma que daba a la entrada de La Pasión del templo de La Sagrada Familia. Después de cumplimentar los datos solicitados, me retiré fastidiada y pensé que esas palabras me anunciaban un mal comienzo.
“Para los argentinos todos son doctores” se repetía en mi mente la frase mientras salía del Hospital San Pablo. Estudiarán nuestros datos y el piso quedará para otros. Recapacité en las palabras del abogado y después de mi lucha durante varios años en la Universidad de Barcelona, le doy la razón. Llamamos doctores a quienes no han cursado la carrera de posgrado del doctorado. Analicé las tesis doctorales españolas que me recomendaban y son realmente notables.
A partir de esa reflexión no llamo doctor a quienes no lo son, es decir a la mayoría. Busco la forma de dirigirme al profesional sin ascenderlo a una categoría inmerecida cuando no le corresponde. No es tarea fácil.
Esta vez, Farré, el abogado catalán, tenía razón. Me había equivocado en cuanto a tomar como mala señal esa advertencia. El departamento nos fue asignado y surgió con Farré una excelente relación.
