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CULTURA

Viajero en la noche

Compartimos con nuestros lectores un escrito del prestigioso columnista Ricardo Mena Martínez Castro

Viajero de noche
Viajero de noche

 “…que sepa abrir la puerta para ir a jugar”

Último round-Cortázar (1998)

Diciembre desenvolvía sus inveteradas conspiraciones de lluvias y calor. La noche enviaba inquietantes mensajes a mi alma, estremecida de inquietudes y desasosiegos, y el clamoreo de los grillos se hacía por momentos ensordecedor. Ellos lo hacían desde hacía siglos. Era un canto monocorde que aturdía y aumentaba la tensión en que me encontraba. De todas formas, era imposible controlar la situación.  Aquella noche hasta el aire se había detenido o al menos a mí así me parecía, presentándose espeso y parado. Subía impunemente reptando los ventanales de mi casa desde el jardín contiguo, emanando un denso olor a humedad. Los canteros con malvones recién regados, vaporizaban también ese relente recio y viscoso.

Diciembre es siempre así en Tucumán y yo, muy quieto en el balcón, concentré mi atención en el canto insomne de los pájaros de la noche. Mi imaginación volaba sin rumbo cierto, entonces creí que cantaban para mí, celebrándome. En esos momentos la fantasía volaba por inciertos derroteros escondidos en la desmemoria. Estaba agotado, y al contemplar mi imagen en el espejo del cuarto, percibí que la noche sin sueño me había estragado, dejándome ojeroso y pálido.

El camino no había sido fácil, pero sí exitoso; en consecuencia, alguna lágrima furtiva pugnaba por escapar con obstinación. El calor asentaba su peso sobre las cosas a cada instante, y desde esa cómoda atalaya contemplé con intranquilidad apaciguada, el ancho espectáculo nocturno ofrecido por la ciudad; se adornaba con luces parpadeantes y colores casi sonoros. La canícula era tan intensa que parecía el aliento de un animal inmenso y desconocido. A la distancia se escuchaba ladridos de perros amenazando a las sombras de la noche.

Por momentos vuelven a presentarse en conciertos confusos, algunos escollos felizmente superados.   

Sigo todavía en el balcón y, desde la boca arrebatada de la calle, escucho rotundas carcajadas sobrevolando una oscuridad de amasijos ambiguos. Otra vez los grillos… La sombra favorecía su intenso clamor cantando a la   viscosidad del jardín. Finalmente, la música de esos furtivos juglares, resultaba agradable a los oídos, y su trova monocorde adormilaba el alma.     De pronto me invadió una calma intensa y el sueño comenzó a ceñirme en sus tentáculos.

Diciembre acostumbra en Tucumán a inundar sin prejuicios, casas y cosas, con esa sudoración secular de la tierra verdeciendo lo que encuentra a su paso. Casi podía escucharse el olor de los malvones recién regados. A pesar de ello, a lo lejos, se escuchaban conversaciones alborozadas, quizás superfluas, de quienes no tienen nada de qué preocuparse. Enfrente las luces de la plaza contorneaban difusamente la preciosa geometría de los espacios. Quizás esa sudoración de los jardines se potenciara con la respiración de los lapachos. De todos modos, el olor era pegajoso, débil al principio, para hacerse luego categórico e inapelable. Mientras tanto, la noche de aquel verano se deshacía en el canto oscuro de algún gallo trasnochado.

La arboleda de enfrente albergaba dentro de sus sombras, un silencio de palabras pronunciadas invariablemente por los enamorados. Ellas hablan siempre de amor y de ilusiones, ofreciendo un sol y acaso, un cielo entero. Muchas veces el enamorado inquiere a su pareja acerca de su pasado, entonces inveteradamente se recurre a la mentira, pues los secretos incrustados más allá de la piel, se envuelven en la complicidad del anonimato. 

Aunque nada tenga que ver con esta situación, decidí pensar en cosas alegres, concentrándome en el regocijo proporcionado por mi caballo, al que cuidaba siempre con esmero. Se llamaba Tatita y fue regalo de mi padre. Era alto, de pecho ancho y de ancas redondas como una manzana, hermosas como las de la mujer soñada. En él solía horadar las tardes apacibles, dejando volar la imaginación hacia los más desconcertantes pensamientos. Era el momento de ponerlos en orden, suministrándome esto un intenso placer. Súbitamente deambulé dentro de un agradable estado de sopor, dejándome envolver en él, como si fuera el antro maternal; flotaba allí en un ambiente paradisíaco donde no existían dolores ni preocupaciones, donde todo era perfecto y sin disonancias.

Envuelto en ese nimbo, dejé vagar la mente hacia misteriosas lucubraciones casi olvidadas. Era una duermevela de simulada inocencia, como si fuera el pollo dentro de su cáscara.

                                    LA TIMIDEZ

 Debo confesar que padezco una insobornable timidez- que aborrezco-, pues dificulta la comunicación con mis semejantes, confiriéndome una insufrible inseguridad que trato en lo posible de encubrir.

En mi vida de estudiante, durante mis exámenes, al comienzo experimentaba una paralización del raciocinio oprimiéndome la garganta, más luego, un duende invisible liberaba mi apocamiento, aflojándome la lengua y las cuerdas vocales; entonces, las inhibiciones desaparecían como por arte de magia, donde las palabras surgían solas, vehementes, como clarinadas de potro, seduciendo a su ocasional compañera. 

El trato con el sexo opuesto era también asaz conflictivo, pues temía aburrirlas o desencantarlas, dada mi inexperiencia y falta de iniciativas. En una palabra: no sabía qué hacer ni decir y, acaso ése fuera el motivo por el que mis compañeras me evitaban, descartando mi participación en los preparativos del viaje de fin de curso. Una comisión de estudiantes digitaba el emprendimiento, ungiendo o descartando a quienes les parecía. Mi desconsuelo alcanzaba ya ribetes de desastre, pensando en mi desvinculación del grupo viajero. ¿Sería sólo yo el segregado?

Deambulaba entre vértigo y vértigo, pero con esfuerzo sobrehumano sobreviví a la congoja, cuando un viento sutil me abrazó con su caridad. Entonces pude enterarme que Aurelia, la más estudiosa del grupo, tampoco había sido invitada. La angustia de ser el único y supremo perdedor dejó de ser un mal sueño. Entonces concentré la atención en los libros de mi biblioteca, observándome siempre con miradas disponibles. Ellos fueron siempre mi soporte y los toqué con cariño, como quien acaricia a la mujer amada; al hacerlo, me circundaron vapores tranquilizadores en sutiles mantos de misterio. Ellos fueron siempre para mí, como un boscaje sagrado, donde las cosas de la vida pasaban sin tiempo, y las palabras no podían corromperse, pues eran origen y espejo de las cosas.

                             AURELIA

¡Qué suerte, pensé con entusiasmo!, pues la situación era para mí una doble alegría al no ser yo solamente quién estaba en aquella desagradable situación, sino que, también ella, por ser particularmente desagradable- según consenso-, lo merecía con creces. Recuerdo con arrepentimiento agridulce, cuando cierta vez y no sé bajo qué circunstancia, le dije que jamás había conocido persona tan desagradable. La vi desconcertarse, volteando los ojos hacia ninguna parte, revoleándolos sin cordura. Al entreabrirlos me miró con estupor y sin reproche. Los labios musitaron algo, mas no dijeron nada, pues prontamente se cuajaron en un par de lágrimas desmadradas. Fue sólo un momento de borrasca, pues aquellos ojos enormes y claros posteriormente parecieron encenderse de cólera. Me miró con dureza e insistencias de siglo. No sé cómo pude soportarlo. Todo esto era como si no estuviese sucediendo, provocándome inexplicables quemazones virtuales. Era como estar ante un insomnio mudo.

Nada dijo, ni tampoco detuvo su andar, pero descubrí en sus ojos luminiscencias rojizas, impregnadas de malévolas intenciones. Luego se ciñó en su habitual abrigo de soberbia para continuar la marcha, y desaparecer con felinos balanceos de caderas. 

Lo hacía, creo, inadvertidamente- como algo ingénito- pues su impronta no condecía con la de las jóvenes coquetas, pendientes de su aspecto y seducción personal.

Si tuviera que realizar su retrato, uniría a la proverbial antipatía, mal carácter, egoísmo y un cierto desaliño que, a fuer de ser imparcial, mal no le quedaba. La vestimenta siempre holgada, -seguramente cómoda para ella- impedía adivinar sus formas que, mis compañeros y yo, secretamente tratábamos de dilucidar.

Algunos estudiantes detallistas aseguraban que, a pesar de los múltiples calificativos adversos, algo interesante debía esconder, de lo contrario, sería impropio o aventurado atreverse a circular por las calles de la ciudad.

Alguien dijo en algún momento, que esas mujeres odiosas de vestidos amplios, escondían tesoros secretos, lo mismo que aquellas que al teléfono, impostando la voz con sonoridades dulces, eran por lo general tan feas como el incesto.  Ella no lo era.

Escuchaba yo callado aquellas conversaciones, sin atreverme a opinar pues, como siempre, me invadía esa perversa timidez.

Debo reconocer en mi fuero más íntimo que, siempre me había llamado la atención su boca infantil de labios ajustados y sugestivos. Hoy había demostrado ostentar la misma agudeza y brío que mantendría durante su vida. Nos medimos cara a cara, con una antipatía mutua, probablemente insensata y acaso inevitable.

Transcurrieron días tormentosos, y sin querer, me vino en mientes esa cara joven, perfecta, adornada con pequitas, dándole un aspecto inocente, como también su prestancia mimbreña, profetizada bajo el ropaje. La fuerza estaba en su interior, según pude comprobarlo.

Recién ahora la miraba, pues antes no me había percatado, debido a ese natural rechazo otorgado por la antipatía; pero ahora pude deslizar la mirada por su pelo trigal, de ojos muy claros y adornando con justeza los lugares que podían vislumbrarse- no demasiados- como ya lo había destacado antes.

Era el verano y pronto, en la calle, la luz requemaría el color de las cosas con una resolana blanca.

Para sacudirme esos pensamientos perturbadores, tragué saliva y elevando la mirada, pude distinguir un jirón de cielo de imperturbable añil. Esto logró calmarme sólo un instante, pues volví a pensar si Aurelia sería una de esas muchachas que se prestaban a juegos peligrosos en los zaguanes o en bancos de plazas alejadas. ¿Serían estos pensamientos puramente solipsistas? Dentro de esas lucubraciones irreales, imaginé que, tal vez intimando, acaso podría no sólo desearla, sino también tenerla. Vislumbraba dos cuerpos desnudos invitando sin reposo al deseo, y de pronto amé hasta su sombra.

Hacía yo pausas después de cada pensamiento, como para dar tiempo a las palabras que sobrevendrían, acomodarse en mi cabeza.

 LA PRIMERA JORNADA

No pude esperar a que sonara el despertador y, en cuanto vi dibujarse un rectángulo azul en la ventana, me levanté de un salto y torpemente comencé a vestirme aún despeinado, con un aire de marioneta sonámbula. Las copas de los árboles surgían como manos de ahogado, y entre sus dedos vagaban pedazos de nieblas desconcertadas.

¡Llegó por fin el día tan esperado! Salimos desde el edificio de la Universidad, pues era el punto de encuentro programado. Todos conversaban animadamente, horadando las tinieblas de la madrugada con su alegre vocinglerío. Semejaba un agujero en la noche. El rocío de los jardines circundantes aún permanecía inalterable, y la humedad de las hojas se hacía palpable. No podía creerse que, a esas horas, prácticamente de noche, existiera tanta animación. Aurelia y yo permanecíamos callados en medio de la maraña de voces; el rumor aumentaba sus decibeles por momentos, dando la impresión de evocar conversaciones abstrusas y lejanas, semejante a la de sordos.

Desde lejos llegaba flotando el frescor de la mañana, y alcanzándome, un estremecimiento habitó sobre mi espalda pensando en las horas a compartir con mi eventual compañero de viaje. ¿Sería nerviosismo o simplemente frío matinal?

Fuera lo que fuese, preparé cuidadosamente mi cuerpo para sobrellevar limpio y bien oliente este periplo. 

El último retazo de la noche y la recién nacida madrugada sorprendieron mi cuerpo en el baño, debajo de una ducha bienhechora y demorada. Preparé hasta el delirio cada una de las partes de mi esqueleto: cabeza, pies, axilas y partes pudendas, a fin de no mortificar a mi circunstancial compañero. Puse los cuidados más exquisitos en cada una de las partes, sin olvidar las abluciones bucales a las que mis amigos eran desafectos. Yo tenía menos necesidad que el resto, debido a mis rutinarias prácticas de higiene, como también a mi involuntaria mudez, fruto no deseado de la introversión. Dentro de mis pensamientos solipsistas, centrados especialmente en Aurelia, la imaginé saliendo de la ducha, con solamente una toalla en la cabeza, para luego tenderse sobre sábanas inmaculadas, donde todo su cuerpo estaba a la vista. No sé por qué lo hacía, si la conocía únicamente embutida en esas horripilantes vestiduras, donde todo estaba por verse. ¿Sería esto lo que disparaba mi imaginación? Anteriormente estas manifestaciones no se me habían presentado y discurría mi tiempo sin espurias fantasías. Estaba comprobando que, si bien la vida era una cosa muy seria, el placer no era cosa menor.

Antes de subir al colectivo, se presentó de pronto el problema de las ubicaciones. Algunos compañeros-los más amigos- pugnaban por sentarse juntos o juntas. Hubo en consecuencia protestas generalizadas, hasta que Ulises -desplegando su vozarrón- propuso sortear los lugares. Sin esperar demasiado el consenso, puso acción a la propuesta colocando los números previamente preparados dentro de un sombrero desvencijado, donde cada uno al sacar su número, también le era asignado el asiento correspondiente. Parecía una justa y democrática medida. Ocasiones las caras resplandecían, ensombreciéndose otras, de acuerdo a lo que la suerte les había deparado. De todas maneras, no estaba prohibido que algunos negociaran cambios satisfactorios para ambas partes.

Ulises imponía por su vozarrón, como también destacaba por su fealdad que, al principio las jóvenes miraban con espanto, aunque luego su mansedumbre ganaba terreno, y se le miraba con compasión y ternura. Tenía ojos amarillos y saltones, manos desmesuradamente grandes, y su andar un tanto gacho daba la impresión de que buscaba algo en el suelo, sin encontrarlo. En compensación su carácter bonachón seducía a la muchachada por sus bromas inocentes; hilvanaba insólitas fantasías, al relatar historietas burlescas, mientras sus ojos giraban con estudiado desconcierto. Los compañeros más presuntuosos pugnaban por colocarse a su lado, no sólo por la garantía de pasar un momento agradable y entretenido, sino también buscando el contraste donde pudieran notarse sus bien parecidas improntas.

Sentado sobre mi bolso de viaje esperaba resignado los designios de la suerte. En realidad, me daba absolutamente lo mismo, aunque hubiera preferido mil veces viajar sin acompañantes, sólo con mis pensamientos, abstraído y disfrutando la munificencia del paisaje.

Ulises seguía fascinando al auditorio, que le escuchaba con atención superlativa, despertando en mí el deseo de viajar, de conocer lugares exóticos, costumbres también insólitas, como así también animales y flores que se estrenaran para mis ojos. En ese momento recordé a mi padre contándome el cuento del Shulkita-un niño deseoso de conocer lugares inexplorados y animales de alucinación- pero aún me estaba vedado hacerlo. Quizá algún día…

La música y las voces se habían callado para escuchar a Ulises y su perorata. Contaba haber leído alguna vez, posiblemente en Las Mil y una Noches, que beber en vasos de oro y oler narcisos curaban la melancolía y la tristeza. Tal era su convicción al relatarlo que nadie se reía y mucho menos osaban interrumpirlo. Obviamente era un ser carismático o un gran mistificador… pero entretenido. Quedé impactado, aunque sin creerle, que estando en el África con sus padres, se solazaba con la lenta majestad de los leones y la serena y rayada indiferencia de los tigres, además de los indescriptibles colores de las aves. Interrumpió su parloteo al notar el adormecimiento de su audiencia.

Desde mi improvisada atalaya observaba sonriente la salida de los números, y un cierto nerviosismo no exento de ansiedad invadió mi desinterés, comprobando cómo las parejas de viaje se conformaban con rapidez.

Fui de los últimos en meter la mano dentro del sombrero, y mi sorpresa se agigantó cuando Ulises solicitó la presencia de los poseedores del número 23; entonces Aurelia aún con el pelo mojado por la ducha reciente, se acercó, perforando a su paso el rumor de los comentarios. Yo hice lo mismo.

Nuestras miradas se enfrentaron un instante, y la llama de sus ojos mutó en fracciones de segundo, de las brasas al hielo polar más reconcentrado; esos ojos eran absolutamente indiferentes e inexpresivos, ajenos a los sucesos del entorno.

Seguramente le ocurría lo mismo que a mí: no tenía opciones con quién negociar un cambio. De manera entonces, que ambos estábamos en situaciones similares, igualados y sentenciados irremediablemente a viajar juntos. Sospeché acaso con fundamento, en el desinterés colectivo de los compañeros por compartir con nosotros, los mil quinientos kilómetros de recorrido hasta la ciudad de Buenos Aires.  

No sabía en aquél momento si esto estaba sucediendo para bien o para mal, pero al menos con esta compañía, nadie perturbaría mi paz silenciosa, angustiándome con diálogos insulsos.

Entonces pensé: “Todo va andar bien… mientras nos ignoremos mutuamente”. Pero debo confesar que, inadvertidamente falté a mi propósito inicial, pues al trepar el primer peldaño del colectivo, se mostró distinta a lo habitualmente conocido; ¡Justo ése día!

Soy generalmente bastante despistado a cualquier observación, pero luego en una segunda mirada vi su atuendo radicalmente cambiado. Para la ocasión había trocado la holgura de los jeans gastados y antiestéticos-sucios quizá- por una solera veraniega, escotada y elegante, color verde seco; a esto se agregaba una tercera observación: era sumamente corta. Al subir el segundo peldaño, se abrió como una flor, en un sorpresivo tajo, dando libertad de movimiento a sus piernas recién descubiertas. Me costaba reconocerlo, pero eran bellísimas y bien torneadas, y para mi mentalidad afiebrada, eran anunciadoras de un deleite mayor. Comencé a transpirar, sintiéndolo trepar imperioso por mis muslos al contemplar el armonioso movimiento de su pelo rubio y brillante. Afuera los pasajeros aún estaban esperando sentados sobre sus bolsos, mientras se nos hacía carne la certidumbre de despertar del todo, con el sol iluminando nuestros sueños. En ese momento imaginé su naturaleza sin someter a los designios de ningún hombre- al menos lo pensé- para entregarse incansablemente al amor de quien la mereciera.

Volví a mirarla con el rabillo del ojo y, decididamente me pareció una persona diferente a la que había conocido: bien maquillada, ojos pintados para el avance, pelo cuidadosamente arreglado y sin anteojos. Descubrí nuevamente sus ojos mediterráneos y el sabroso alabeo de sus labios; entonces suspendí con vergüenza mis curiosas observaciones. Quedaba sólo la frialdad marmórea de su expresión. Bueno, al menos sus ojos no fulguraban maléficamente como en otras circunstancias.  En mi fuero interno temí que este presente se transformara en una turbia fuente de recuerdos, sin poder gozarlos nuevamente, y que desaparecieran por completo, como si no hubieran existido jamás.

Subió apresuradamente, quizá consciente del impacto causado por su metamorfosis. Buscó con la mirada la numeración hasta encontrar el 23. Subía yo detrás de ella, y sin proponérmelo miraba el ritmo de sus caderas. Realmente era una persona distinta a la de la víspera. Me gustó lo que veía, pero súbitamente borré de mis ojos aquella visión. El trayecto hasta los asientos me pareció semejante a un campo de incendios. Me sentía un espía del leviatán, adivinando deseos antiguos, viendo como progresaba ese tiempo de llamaradas. En las sienes me brincaba un martilleo rijoso de sátiros y súcubos

                                 EN LAS BUTACAS

Cuando Aurelia encontró el número asignado, pasó sin dudar hacia el asiento de ventanilla; no se dignó preguntar, ni por cortesía, cuál hubiera sido mi elección al ser yo su compañero de viaje, más aún, sabiendo que caminaba detrás suyo en busca del mismo número. Nada dije, pero después de todo, la ubicación de pasillo resultaba mejor, pues estiraría las piernas cómodamente cuando deviniera el cansancio. Afuera se sentía el jadeo caluroso de la ciudad.  Ahora corría una brisa enervante de bochorno, jadeando como gata en celo deambulando por las techumbres.

El bullicio semejaba un gigantesco aquelarre, impensable en jóvenes bien educados, universitarios, donde la adolescencia era un mero recuerdo. La excusa más plausible para ese desborde era quizá, que una vez finalizado el viaje, muchas de las caras familiares y cotidianas dejarían de verse, acaso para siempre. La vida continuaría su rumbo inmutable, donde cada cual partiría en busca de su destino manifiesto. Entonces sería el fin de una etapa para la evocación, y cada quién conduciría su nave hacia el puerto deseado, en pos de sueños encantados. Temí también que este día pasara engrosar otros antiguos ya inmóviles, y ordenados cada uno en su lugar como los hilos de un imaginario tapiz.

 El clamoreo en el pasillo del ómnibus se espesaba por momentos, pues cada cual buscaba su ubicación, portando bolsos e instrumentos musicales, a la espera de tan ansiada partida. Arriba en el cielo continuaban marchando suspendidas algunas estrellas, sin percatarse del alboroto, mientras el cielo seguía exhibiendo algunos retazos de impertérrito azul. La tierra estaba pariendo la aurora matutina. 

¿Declinaba la noche, desgarrándose en mechones inciertos de luz? Cuando por fin la puerta se cerró por encima del silbido de los compresores, el pandemónium alcanzó su clímax, entonces los instrumentos al unísono, desgarraron sin piedad la grisácea penumbra de la madrugada.

Aurelia seguía imperturbable, ajena a lo que sucedía a su alrededor; ¿sería acaso una simulación? Y si lo era ¿qué objeto tendría?

Las luces encendidas del colectivo, permitían el trasiego permanente de compañeros y compañeras, vociferando bromas desde lejos, como expresión de alegría salvaje y colectiva. 

No bien el vehículo se puso en movimiento, la confusión fue aclarándose despacio, decantándose, y algo parecido al orden comenzó a manifestarse. Los pasajeros fueron tomando ubicación en sus asientos, mientras amainaba la algarabía. El cansancio era mucho, pues fueron considerables los pasos previos que dieran lugar a ese cansancio.  

El rumor de las conversaciones-más calmadas, por cierto-no se resignaban a perforar los misterios de la casi madrugada. Mi reloj clavó sus ojos de aguja en las seis de la mañana.

Pronto el entusiasmo y la algarabía fueron asaltados por el agotamiento, sumiendo a los pasajeros en distintas etapas de sueño, ocasiones tan profundas, semejando planos de anestesia quirúrgica.

Calló por fin esa extraña liturgia musical y pensé, que siempre toda música cesa, para dar lugar a esa otra música muda, mientras las figuras humanas se desvanecían en incertidumbres de pasillo. Sólo permanecíamos Aurelia y yo.

¿Qué historias tendría ella?  Lo pensé un momento, aunque estaba consciente que nuestras historias siempre son mucho más largas que nosotros mismos, y a menudo traen ocultos mensajes del pasado.

Vuelvo nuevamente a Aurelia, aunque quizá canse a mis ocasionales lectores sobre ella, pues mirándola con el rabillo del ojo, transitaba una duermevela culposa y expectante. La mañana siguiente se perfilaba para mí como un insomnio mudo, con pensamientos insensatos e inevitables. Mientras tanto, el aire se adensaba como un aposento donde se ama, mientras rogaba a Dios me concediera en este viaje, la llave refulgente del amor y de la vida. Ensoñaba con besos de bocas encendidas. Las sombras habían declinado y comencé a temblar de excitación.

 Aurelia seguía sin hablar, recluida en su cápsula de silencio. Afuera, la mañana y la luz, recostadas sobre el pavimento avanzaron con presteza a exponer la exultante belleza de la creación. Me pareció que ella y la naturaleza, conformaban una forma superior de la grandeza.

  Era como si la mano del Nazareno con su mano intáctil, hubiese posado su huella sobre la gracia de su anatomía.

Estuve un largo rato haciendo resbalar la mirada sobre su cuerpo, como quién mira las olas en el mar y cuanto más la miraba, más me enfebrecía. Súbitamente adiviné su mano deslizándose suavemente sobre el brazo del asiento; me pareció un movimiento lleno de sugestión y elegancia. ¡Lástima que fuera involuntario!

El colectivo devoraba sin pausa kilómetros del asfalto, y merced al aire acondicionado, la canícula de la siesta no fue advertida por los durmientes. Yo seguía tenso, con ese sueño liviano referido hace un momento. Espabilé sobresaltado al notar que Aurelia, – profundamente dormida- recostaba inadvertidamente su cabeza sobre mi hombro.   No pudo percatarse de la posición de piernas y pollera, cuyo tajo dejaba para la enajenación sus piernas bien torneadas; mis ojos la recorrieron reiteradamente, con fruición, hasta el remate mismo de la cintura breve. Por un instante perdí la respiración. Continuaba con un sueño apacible como de primera comunión.

No pasó mucho tiempo para que despertara, y como primera medida   acomodó la falda y, sin articular palabra, extrajo un libro de su bolso, para recorrerlo con deleitosa fruición. Agradecí esta situación, pues pude sumergirme en un sueño reparador.  Lo agradecí sin reservas, pues en mi inexperiencia, desconocía el lenguaje al que debe apelarse cuando las palabras y las miradas de nada sirven.  Pensé que al cerrar los ojos también se apagaban los sentidos.  No fue así. Shaitán incendiaba mi sueño.

Despertaba de a ratos, entonces una vergüenza atroz me invadía, temeroso a ser descubierto. De pronto, una aurora conflictiva, amaneciéndome, me sumió en una rara perturbación, pues mi mano inadvertidamente se ahuecaba esperando encontrar la suya.

De esta forma transcurrieron impertérritas horas y kilómetros, montados en el más absoluto de los silencios, encarcelando las palabras en cavernas de sombras inmóviles. Paraba el colectivo en cada lugar poblado a instancias de los viajeros, de modo que, por momentos caí en cuenta de este periplo casi infinito, entonces, el oleaje de mi sangre se llenaba de sonidos vibrantes.

Deambulábamos por un paisaje de horas adormecidas sin percatarnos del tiempo.

La tarde moribunda se recostó encima del paisaje, y sin apercibirnos, arribamos a la primera etapa de nuestro viaje. Nos esperaba allí un grupo de amigos para transportarnos hasta el hotel y hacernos conocer la ciudad y sus lugares significativos.

Bajamos en alegre tropel, para dirigirnos al hospedaje y componer nuestro aspecto, estirar las piernas y regalarnos una abundante comida. El clima de fiesta continuaba.  Aurelia cruzó algunas pocas palabras con algunas compañeras y, durante la comida buscó un asiento lejos de mí, aunque no lo bastante, para impedir escuchar que dormiría en el ómnibus, pues sus recursos prefería gastarlos en Buenos Aires.

Una idea alocada comenzó a tomar forma en mi cabeza, y lo suficientemente alto como para ser escuchado, repetí ante mi circunstancial auditorio casi las mismas palabras vertidas momentos antes por ella.  

La noche avanzaba vertiginosamente, la velada se alargaba incrementando el cansancio acumulado por los rigores pasados.

Era la intempestiva hora del sueño, y la mesa bullanguera comenzó a desarmarse, dirigiéndose cada cual, a la recepción donde el encargado distribuía las habitaciones. Pensé en aquel momento: ¡qué lindo hubiera sido invitarla a compartir dormitorio, y ella aceptara! ¡Pero qué disparates imaginaba! ¡Si ni la palabra me dirigía! De todas formas, no perdía pisada a cada uno de sus movimientos.

Se incorporó con parsimonia gatuna, de aires indiferentes. La veía hermosa luego de tantos años de ignorarla, y como si fuera una llovizna susurrando en el alero, comencé a suspirarla con la fuerza bruta de los volcanes.

El resto de los compañeros principió también a mirarla, envueltos quizá en la misma avidez; el miedo, ese indeseable compañero de todos los días, comenzó entonces su guerra de zapa, advirtiéndome los peligros de adversarios más experimentados en lances amorosos. Este pensamiento me enloqueció. ¿Qué me estaba pasando, cuando en la práctica recién la conocía?   

Esperé a que subiera, hasta que observé titilar la luz lánguida de lectura, ubicada en la parte superior del ómnibus; mis piernas temblaban agitadas por algún viento inexistente, pero sacando fuerzas de múltiples flaquezas, enfilé decididamente hacia el objeto de mis dedicaciones. Felizmente la puerta aún continuaba abierta, y no tuve dificultades en acceder al interior.

Caminé arropado en temerosa decisión hacia el inefable número 23, esperando un lógico rechazo. El corazón galopaba fuerte, pero a pesar de ello, la firmeza de mi deseo me atornilló al 23.

La sorpresa desbordaba ya los límites del vehículo, cuando pasados los primeros cien años- al menos así me parecieron-, Aurelia continuaba encerrada en su torre de silencio, y su indiferencia inaudita le hizo adoptar la misma impronta del principio, sólo que – contra lo supuesto- se abstuvo de pedir el desalojo del asiento.  Esta medida absurda, por cierto, permitió dejar al tiempo en libertad de acción, sin imponerle presiones exageradas a su devenir.

 Afuera otras vidas continuaban su curso, mientras una alfombra de estrellas semejaba tenderse, sobre la copa de los árboles. Quedé sin saber cómo proseguir, desconfiando ya de la estrategia del tiempo y su decurso.

El colectivo existía sólo para nosotros dos, y una atmósfera densa, quizá emanada de mi cuerpo, se esparcía imparable por el interior.

Adopté una actitud en apariencia desinteresada, conteniendo la respiración delatora. Aurelia continuaba indiferente, pero ahora en actitud más relajada comenzó a manifestar la rítmica respiración del sueño, acomodando sus piernas de cualquier manera. Súbitamente imprimió un giro hacia la derecha recostando la cabeza sobre la luna que nos visitaba a través de la ventana; ella, avezada en complicidades, la iluminó intensamente, mirándose en el espejo de mis ojos alucinados. La insistente contemplación de tanta belleza, me llenó de estupor y no supe que hacer.

Imposible dormir, ni tan siquiera cerrar los ojos, presa como estaba de una excitación sin precedentes. Con la resignación de un condenado a muerte dejé reposar mi mano sobre la suya, explorando la profundidad del sueño.  Mi mano temblorosa descansó sobre la suya blanda y fría y tuve una sensación de latidos tumultuosos tratando de darle calor. No hubo reacción, pero sabría esperar con serenidad; entonces simulando estar dormido, comencé a abrazarla sin tener conciencia de mis actos. La savia apasionada de mis venas continuaba su camino. Era una vigilia tensa, pero alegre. Presentí un leve movimiento que, respondiendo a las caricias se incrementaron paulatinamente. ¿Sería acaso un clamor largamente esperado? En ese momento pensé que podría quererla, mientras mi mano continuaba durmiendo con vehemencia en el hueco de la suya. Cómo querría estar en su sueño, tornándose de a poco en duermevela, acaso quebrando de a poco su muralla. Tenía miedo de mí, pero también de ella, de lo imprevisible; todo me llevaba hacia su persona irrefrenablemente. Tuve una suprema necesidad de amar y dejar arder todo el fuego acantonado en mi alma. En ese momento virtualmente me instalé en su sueño, mientras mis ojos vagabundeaban más allá de su piel.

Con cierto recato estrujé mi cuerpo contra el suyo y, quizá hoy, podría dejar incendiar sin contratiempos el abandono en que me encontraba. 

  Nuestros cuerpos muy juntos vibraban en sordina, encadenados a ese momento mágico, mientras ella, impasible, seguía aferrada al desconcierto, mientras yo sentía la boca ardida de palabras mudas, brotando de mi corazón dormido. La noche estaba quieta y calurosa.

La luna con impertinencia, continuaba rodando por la ventana, iluminando el paisaje interior, cuando abrió los ojos para decirme: ¡no me mires así! No supe qué contestarle. Tenía la boca seca, y sólo atiné a responder: ¡quiero quedarme así indefinidamente envuelto en este temblor de llamaradas! 

Estaba muda…  sorprendida, pero respondió al asedio con una pasión   amablemente contenida. Podía rastrear su ternura aún bajo la piel, quizá ciñéndose a un amor presentido inexorable. Estábamos envueltos en un abrazo interrumpido por momentos, dentro de la voracidad de besos impensados. Las pieles se detuvieron, quedando quietas, muy pegadas en el mismo borde de la gracia, incursionando dentro de las bocas, mientras las manos lo hacían hacia otros senderos.

La mañana nos sorprendió alegres de poder continuar el viaje. Aurelia permaneció sin mirarme ni hablar hasta el final del viaje-Buenos Aires-avergonzada por lo sucedido. Actuaba como si nada hubiera pasado, y esto me preocupó.

El día y el calor continuaban su curso inexorable, subiendo por los techos y las azoteas de las casas.  El lazo de la vida nos amarraba inapelable, en este viaje para el recuerdo.  

Al bajar me tomó de la mano y continuamos un camino incierto. Paseábamos por la gran ciudad sin cansancio, deambulando por calles saturadas de gentes, hasta que la tarde moribunda comenzó a despedirse se   de un sol cenital con ojos de oro.   La carne de la noche se nos hizo una candente realidad, cuando fortuitamente buscamos refugio en el primer hotel encontrado. Un letrero luminoso lo nombraba “Eros”

Nos instalamos cuando comenzó una lluvia de manos sin color. Entonces la luz difusa del cuarto magnificó la perfección de su cuerpo a través de mis ojos y del camino de sus venas. Surgió en mí, entonces una pasión indetenida subiendo como fiebre densa, alborotada en llamaradas.

Miré su desnudez sin pudor y sin recelo, contemplando su hermosura, ardida en la mirada de sus labios y en los poros de su piel. Nos contemplamos intensamente, y desde la hondura de sus ojos infantiles, -dos violetas humedecidas-, pedían comprensión.

Hicimos el amor una y otra vez, hasta rendirnos, agotados, para recomenzar luego ese juego de placer. Entre uno y otro episodio, Aurelia comprendió, que su recién descubierto compañero le había atado las manos del corazón.  Afuera, los rumores se dilataban en un gran silencio y enunciaban frases entrecortadas en medio de la noche. La magia y el misterio rodaban juntos escuchando el voluptuoso latido de la sangre. Este viaje fue como una larga sombra sin brújula, una brisa en el bochorno de esa hoguera que nos devoraba. Cada gesto, cada palabra, cada movimiento se convertía en una clave impar, inviolada, descifrada solamente por nosotros. El recuerdo quedó para siempre impregnando nuestras pieles, quemándola con ese impaciente vigor de la memoria.

Pensé que el día de mañana podría amanecer más hermoso, pero no podría planificarlo, pues era un lugar ignorado, todavía sin existir. El cielo de tenerla me parecía una fantasía e inundaba todas las parcelas de mi vida con su esencia.

Afuera comenzaba a caer una fina llovizna de recuerdos…

                                                Por Ricardo Mena-Martínez Castro

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